sábado, 12 de noviembre de 2011

Historias de desamor

Queridos lulilectores...

La historia de hoy es tan corta como triste como molesta. Y sencilla.

Trata de cuando alguien que te gustaba mucho, quizá demasiado, pero con quien no te has atrevido a dar el paso, demuestra sentimientos por una amiga tuya, y a ambos los tienes que ver cada día, y tienes que soportar sus miradas y sus sonrisas y sus silencios felices con estoica actitud y alguna que otra mueca porque, mientras fuerzas un intento de sonrisa indiferente para demostrar que no te importa, en realidad te revuelves por dentro y te esfuerzas por no llorar. Y lo injusto que es. Y lo mal que te sientes. Y saber que la cosa se va a alargar...

Oh, desamor.

Besazzos,
*Luli*

miércoles, 19 de octubre de 2011

Saludos desde Maguncia

Queridos lulilectores...

Desde el día uno de octubre me encuentro en Maguncia, Alemania, como estudiante de Erasmus. Tengo pensado contaros muchas cosas, solo que de momento me es imposible porque apenas tengo tiempo para nada, aunque hay mucho que ver y mucho que decir. Estas últimas semanas he estado conociendo a gente, y ya tengo algunas primeras impresiones de chicos y chicas jóvenes de todos los países que espero no tardar en presentaros. Estos mismos días estoy ocupada con el tema de la matrícula de las asignaturas, o sea que ando bastante liada, pero no importa, en cuanto tenga un hueco libre, os prometo actualizar y contaros mis primeras aventuras por tierras germanas, algunas bastante emocionantes.

A todo esto he de decir que estoy encantada de poder escribir al fin algo en castellano, porque últimamente no paro de usar el alemán para todo (lógico, por otro lado), pero es molesto porque no puedo expresarme con la misma facilidad que en español -obvio- y necesitaba desahogarme un poco en mi lengua materna, la del gran Cervantes, de la cual nunca he estado tan orgullosa como ahora. No sé si habláis alemán o si lo habéis estudiado alguna vez, pero es endiabladamente complicado, y más si lo aprendes por primera vez, como es mi caso.

En fin, básicamente venía a saludar, porque no quería que pasara otro mes sin dar señales de vida, pero aun así prometo que intentaré pasarme otro no tan lejano día para comentaros mis vivencias más recientes y mis nuevas impresiones.

Un besazzo muy fuerte a todos, desde el norte.

*Luli*

miércoles, 28 de septiembre de 2011

El caballero

Queridos lulilectores...

He tenido una mañana pesada. Una de esas infructuosas -y por ello irritantes- mañanas que se desaprovechan a regañadientes debido a temas burocráticos; concretamente, hoy tocaba renovar el pasaporte. He ido a Valencia, a una comisaría donde te daban turno sin cita previa (cosa que en el resto de comisarías no hacen, al menos, cerca de mi casa). Y la cosa ha sido como esperaba: me han dado un papelín con el número 44 y, cuando he preguntado por qué número iban, me ha dicho que por el 18. El resto os lo podréis imaginar.

Yo iba con mis padres así que, viendo cómo estaba el patio, hemos decidido ir a almorzar a una cafetería cercana para hacer tiempo. Como era temprano, el desayuno ha sido de lo más agradable: una terracita en la sombra, el ruido de los coches que llegaba de manera amortiguada y poca gente en las calles, la mayoría paseando simpáticos perretes. Ahí lo he visto por primera vez. Hablo del caballero.

Estaba a dos o tres mesas de la nuestra, sin compañía, desayunando también. Ya de entrada le he dirigido una larga mirada, bastante pensativa. Había algo en él que, desde el primer momento, me ha llamado la atención. Su porte, su aspecto, su actitud, quién sabe. Yo le veía de reojo, y él observaba una paloma entre calada y calada a un cigarrillo recién encendido. La miraba fijamente, mientras la tórtola se pavoneaba por delante de él con bastante coquetería. Seguro que era una hembra.

No había expresión alguna en su rostro, quizá solo curiosidad por el animal. Al cabo de poco, ya no la miraba con tanta obstinación, sino que la iba alternando con un periódico sobre la mesa que iba hojeando distraídamente. Poco después se levantó y se fue, tras pagar brevemente su cuenta.

Fijaos si ese hombre tenía magnetismo que, mientras le veía alejarse, me han entrado unas ganas irrefrenables de llamarle para que se quedara un poco más, pues apenas habíamos coincidido diez minutos. Claro está que no lo he hecho, no habría tenido ningún sentido. Pero mis ruegos se han visto atendidos cuando, algo después, y para mi grandísimo deleite, le he vuelto a ver en el patio de espera de la comisaría, entre veinte o treinta personas más.

Ese hombre era lo que yo llamo un caballero. Hecho y derecho. No sé cuántos años tendría, entre cuarenta y cincuenta, posiblemente. Muy alto, delgado, fibroso, con los brazos finos y la piel clara. El cabello y la barba -perfectamente recortada, por cierto- de un bonito color perlado, salpicados aquí y allá de algún mechón negro. Facciones delicadas, agradables, piernas largas. Las gafas de sol sobre la cabeza. Guapísimo en su conjunto.

De las dos horas largas que me he pasado en ese patio esperando a que llegara mi turno para renovarme el pasaporte de las narices, hora y media me la he pasado devorándole con la mirada. Era un pedazo de hombre impresionante, de los que quitan el hipo. Iba vestido con clase, sin estridencias: llevaba unos tejanos oscuros, zapatos de piel, un cinturón gris a juego con los calcetines y una camisa azul de tela brillante, sedosa, que lanzaba destellos cuando le daba la luz. En la mano llevaba una carpetita de cuero con papeles -¿oficinista? ¿escritor?-, en la otra mano llevaba el periódico y, en un bolsillo, el paquete de tabaco.

Estaba apoyado en un pilar y se ha pasado las dos horas casi enteras en la misma posición, sin perder la compostura ni una sola vez. Con la espalda y los hombros recostados en el muro, con las piernas ligeramente cruzadas, con los brazos ora delante, ora a los lados, ora detrás. Ocasionalmente, volviendo a encender otro cigarrillo.

Ese caballero os juro que me ha impresionado. Se me caía la baba solo de mirarle: irradiaba elegancia, educación, formalidad y cortesía por cada poro de su ser. Físicamente se parecía un poco a Jeremy Irons y a Arturo Pérez-Reverte, tenía cierto aire de los dos: del actor, la cara fina y la delgadez; de mi adorado Reverte, la mirada estoica y la barba. Su porte era viril, masculino, seductor. Y, a pesar de su discreción, andaba con cierta chulería y con desparpajo, como quien está muy seguro de sí mismo.

En todo el tiempo que hemos permanecido en el patio de espera, pasaba mucha gente por nuestro alrededor, porque cerca de donde nos encontrábamos había una especie de instituto de secundaria y también un polideportivo. Y la gente iba y venía sin cesar, sobre todo chicas jóvenes (enseñando cacho) y mujeres guapas. ¿Os creéis que las miraba mucho? Pues no, a diferencia de otros hombres y chicos que también estaban esperando, que se las comían con los ojos cuando sus señoras miraban para otro lado, el caballero permanecía con la vista fija en la pared, o en su periódico, o en el vacío, pero pocas veces reparaba en las muchachas que desfilaban por delante suyo como si de modelos en la pasarela se trataran. Ojo, tampoco es que se fijara mucho más en los hombres, directamente, es que no le interesaba en absoluto lo que pasara a su alrededor.

Yo, que no paraba de observarle, me preguntaba cómo era posible que el resto de mujeres que había en la sala no se fijaran en él, ni tan siquiera mi madre, que volvió más tarde porque ya había terminado de hacer sus recados. Solo al final, una chica muy joven que ha llegado la última para pedir turno, se ha atrevido a dirigirle la palabra, para quejarse de la lentitud de los funcionarios, y cómo son las cosas que, aun estando él más cerca de mí que ella, a la única a la que oía hablar era a la chica -mona, pero vulgar-, mientras que el caballero se limitaba a sonreír con gentileza y a explicarle en voz baja algunas cosas.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Nervios, nervios y ¡¡¡nervios!!!

Queridos lulilectores...

Cierto es que la última vez que escribí en este mi querido blog dije que, ahora que se había terminado el verano, iba a escribir un poco más -y no lo he cumplido, como siempre-, pero no importa. Tengo una excusa o, mejor dicho, una explicación.

Y es que... he de informaros de una importante noticia que va a cambiar el curso de mi vida, al menos para una buena temporada. ¡¡¡ME VOY DE ERASMUS!!!

Sí, queridos lulilectores, como lo leéis. Mi destino es Mainz (Magúncia), Alemania, y estaré allí durante un período de seis meses: desde octubre hasta finales de marzo. La verdad es que:

a) No me lo acabo de creer
b) Me hace muchísima ilusión
c) ¡¡¡Estoy súper-dúper-híper-mega NERVIOSA!!!

Mi vuelo sale el sábado que viene, aún me quedan mil temas por solucionar, duermo mal desde hace un par de días ya solo de pensarlo y... ¡realmente es una aventura! ¿Estoy segura de lo que me espera? Diosss, no os podéis ni imaginar la sensación tan extraña que tengo en el cuerpo desde hará cosa de un par de semanas.

No os lo había dicho antes por si acaso, ya sabéis que soy un poco gafe y no quería dar la noticia de que me iba hasta que no lo supiera seguro, pero... ¿hay algo más seguro que tener un billete de ida en la maleta, haber reservado residencia y haber pagado ya parte de la matrícula?

¡Santo cielo!

¡Os iré contando!

¡¡¡Deseadme mucha suerte!!!

Besazzos,

*Luli* =)

viernes, 9 de septiembre de 2011

Cerrado por vacaciones

Queridos lulilectores...

Ha terminado agosto y, con ello, mi mes de vacaciones blogueriles, que ya sabéis que en verano no me animo demasiado a escribir. Creo haberlo contado alguna vez, y es que en verano no puedo escribir porque me pasan tantísimas cosas que no tengo tiempo para sentarme y organizar mis ideas delante de una pantalla en blanco (antes se decía “una hoja en blanco”, pero con este rollo del digitalismo hay que adaptar las frases hechas a nuestros tiempos, aunque sea una memez).

El fin del verano siempre es una etapa dura para mí. Termino mi trabajo habitual en la tienda de ropa en la que llevo varios años ya y comienzo un nuevo curso. Son períodos de transición en los que siempre tengo mucho ajetreo, y anímicamente no estoy al cien por cien porque me acabo quedando con las ganas de unas buenas vacaciones (aunque solo sea una semana, lo que pasa es que nunca se da el caso). Ahora mismo estoy estresadísima con papeleos universitarios varios: asignaturas, matrículas, formularios, plazos de entrega y un largo etcétera. Hoy mismo he terminado mi vida laboral: me han pagado el finiquito, las comisiones, las horas extra... vamos, he estado muy activa en los últimos días.

Dejo atrás un verano agradable. Al principio pensé que se me iba a hacer largo y pesado, pero no, para nada: ha sido igual de corto que todos los demás. Nunca hablo de la magia del verano cuando blogueo, quizá porque yo soy más de invierno y de frío y de soledad (tres conceptos que relaciono a menudo). El verano es todo lo contrario: calor, gente, colores. Digo muchas veces que todos mis veranos son iguales, pero no lo son en absoluto: aunque haga lo mismo una y otra vez, siempre hay pequeñas diferencias que hacen cada verano único y especial.

Éste, concretamente, ha sido un verano de labios rojos, de faldas con vuelo, de miradas cómplices, de palabras nunca antes pronunciadas. He aprendido a ver televisión local en detrimento de la televisión generalista (el TDT tiene alguna que otra utilidad). Se ha convertido en un verano fantástico, maravilloso, sorprendente, repleto de pequeñas delicias cotidianas ocultas en rincones, esperando a ser descubiertas. Intenciones escondidas, suspiros contenidos, sonrisas fáciles y -mejor- duraderas. Ha habido caras nuevas, también otras que no lo eran tanto. Un verano emocionante, con puntos de misterio, situaciones peliagudas y un toque de cine negro: dos robos, uno pulcro, impecable, de guante blanco; el otro ruidoso, chapucero, amateur. Nosotras en medio de ambos, nerviosas, emocionadas, pensativas. Luces azules, preguntas, lágrimas, un toque de malicia, varios de rebeldía. Y risas.

Te he amado, verano 2011. O, bueno, quizá no, pero he sabido apreciarte -o lo he intentado-, aunque, claro, hubiera podido hacerlo mejor. Me ha servido para darme cuenta de errores del pasado que, ahora que sé cómo solucionarlos, me pesan por no haberlos podido enmendar a tiempo. Hubiese sido tan fácil... pero no importa, me quedo con lo bueno, por una vez, con lo sincero -o con lo aparentemente sincero-. Pongo buena fe de mi parte. Eso es positivo.

Ahora dejemos que llegue el otoño. Empezaremos esta cuesta junto con los últimos vestigios de estío, con su aroma peculiar, con su dulce regusto aún en el paladar. Los últimos rayos de sol sobre la piel. Algunas semanas más de bronceado. Buenos recuerdos, mezclados con amargas nostalgias. Muchas dudas. Cierta complacencia. Añoranza.

Por muchos veranos más. Por que todos sean igual de especiales.

Este blog vuelve a funcionar. Como dije en el título, estaba cerrado por vacaciones. Pero las vacaciones han terminado. Bienvenidos de nuevo.

Besazzos,

*Luli*

martes, 26 de julio de 2011

Señoras ESTÚPIDAS

Queridos lulilectores...

Anoche me las tuve que ver con unas cuantas señoras estúpidas. ESTÚPIDAS, en mayúsculas.

En la tienda en la que trabajo se supone que cerramos a las diez y media de la noche. Eso no significa que nosotras, las dependientas, acabemos a las diez y media, ni mucho menos, porque después siempre toca arquear la caja, ordenar la tienda, apagar las luces, cerrar. Vamos, media hora de trabajo extra jamás remunerado ni considerado, asumido por los jefes como algo natural, un gaje del oficio. Y si llegas a las once a tu casa a cenar, pues bueno, tampoco es para tanto, ¡más os quejaríais si estuvierais en el fresón!

En fin. Es algo que, después de cuatro años trabajando en la misma empresa, tengo más que asumido, por lo que lo veo tonto el renegar. Todos pringamos en el trabajo, unos más, otros menos, los hay que se escaquean. Y media hora (aunque sea cada día media hora), no es un asunto de Estado, sabiendo que 1) Hoy en día, quien tiene trabajo en esta crisis, es afortunado 2) Hay gente que le puede llegar a echar 14 horas por jornada, cobrando una miseria así que, para qué hablar.

De lo que yo me quejo es de las señoras ESTÚPIDAS que hacen que esa media hora habitual se convierta en una hora entera, que ya no hace tanta gracia. Porque se meten en la tienda cuando ven que estamos apagando las luces, a traición. Cuando las vemos entrar, nos miramos de reojo y miramos el reloj, las diez y veintiocho. Ellas sonríen, carpantas, y con una sola ojeada les adivinas la intención: vienen dispuestas a probarse toda la tienda, tienen ansia de ropa, un hambre voraz. Mucha mala leche.

Pero son muy listas. Te sonríen amablemente y sueltan con voz azucarada:

-¿Podemos pasar cinco minutos, no?

Nos miramos, alarmadas.

-Estamos cerrando ya...

-Será solo un momento, ya veréis. ¡Si venimos a comprar!

No esperan la respuesta. Se dan la vuelta, nos enseñan las espaldas y se meten directas a las zonas de ropa que, tras veinte minutos de esfuerzo, hemos conseguido adecentar y pulir, para adelantar trabajo. Rezongamos por lo bajini, pues no podemos echar a las clientas de la tienda con malos modos, sobre todo si, estrictamente hablando, se encuentran en la tienda durante los horarios de apertura al público. No es que al jefe le importe demasiado, pero es preferible quedar bien, por si las moscas, sobre todo si él está presente.

Y las señoras empiezan a sacar pantalones, camisetas, zapatos, cinturones. Mi compañera y yo no tenemos otra que resoplar y tratar de arreglar los desaguisados que causan en las estanterías. Así, poco a poco, va pasando el tiempo.

Llega el jefe, nos mira con aires de cansado y nos suelta: ¿qué hacen estas aquí todavía? Empezad con el arqueo. Pero cómo, señor jefe, si sus amigas las señoras clientas aún están en el probador. Pues lo ponéis como si fuera una venta para mañana. Y acabad de apagar las luces, anda.

Nosotras, bastante resignadas, le damos al santo interruptor que hace que el establecimiento se quede sumido en una fantasmagórica penumbra -a la que, debido a la frecuencia con la que lo concurrimos, nos hemos terminado por acostumbrar-. Que no es el caso de las señoras, porque aún se encuentran en el probador y rezongan, mosqueadas: ¡que nos habéis dejado a oscuras, oye! Órdenes del jefe, señora.

Y mientras terminan de cambiarse (si ya con luz tardan eones, sin atinar imaginaos), nosotras empezamos la ardua tarea de empezar a contar lo que se conoce como centimicos y monedicas, que siempre hay muchas, y a hacer los cálculos diarios para arquear la caja. Cuando vamos más o menos por la mitad, salen las tres señoras de los probadores cargadas de kilos y kilos de ropa estrujada y pisoteada, la dejan a montones sobre el mostrador, y se ponen en la cola con cara de pocos amigos.

-¡Ay, os hemos interrumpido mientras contáis, cuánto lo sentimos, niñas! Venga, cobradnos esto en un instante, que nos vamos y os dejamos ya tranquilas.

Son las 23:03 de la noche. Con un contenido resoplido abortamos la operación y volvemos a abrir el programa de la caja registradora. Le cobramos a cada una ocho pantalones, tres pares de zapatos, bolsos y artículos varios. Empiezan a marear con bolsas, cajas de cartón, una que se lo piensa y dice que espera un momento, que las sandalias mejor negras en vez de blancas.

Nosotras, al borde del paro cardíaco provocado por nerviosismo continuado, y con unas cada vez más irreprimibles ansias asesinas, las despachamos, al fin, entre bruscos adioses, mientras ellas se alejan envueltas en un molesto cacareo -del cual aún somos capaces de captar algunas referencias hacia nuestros queridos parientes-. Por fin, cerramos la puerta. Ya no puede entrar nadie más.

Llega el jefe y reniega, ¿aún estáis así? Sois unas lentas, de verdad. Y ya, por no enfadarnos más aún, sonreímos, para qué hacer un drama de esto, pensamos al unísono. Contamos el dinero, arqueamos la caja, ordenamos las toneladas de ropa que quedaban.

Cené a las doce menos cuarto. Pero más vale tarde que nunca.

Hago desde aquí un llamamiento a las mujeres que sean clientas: por favor, respeten los horarios, porque tocar las narices no es divertido. Bueno... solo a veces. ;)

Besazzos,

*Luli*

sábado, 16 de julio de 2011

Verano y dignidad humana

Queridos lulilectores...

No puedo menos que constatar que, en verano, las personas perdemos la dignidad humana más que en cualquier otra estación del año. Mi trabajo diario en una tienda de ropa me permite estar en continuo contacto con infinidad de individuos e individuas que se pasean, tan ufanos, por delante de mis mismísimos luciendo cada modelito que, a más de uno, les quitaría el hipo de golpe -del susto, digo-. Bueno, en realidad a cualquiera con dos ojos en la cara (o más, para qué discriminar), y con un mínimo de neuronas activas en el cerebro.

Esto me produce una sensación ambigua: triste, a la par que divertida. Pero no una diversión sana, limpia, sino más bien grotesca y con toques bizarros, como cuando ves a alguien caerse de manera tonta y, aunque sabes que está mal, lo primero que te nace de dentro es una sonora carcajada, tan humana, tan cruel, de ésas que demuestran que te alegras del mal ajeno, que se jodan un rato los demás.

Porque el panorama se las trae: señoras cuarentonas más pintadas que un payaso de mimo, con un top verde flúor y cuñas leopardo que vienen a pedirme leggings amarillo chillón (¿¡habráse visto!?); niñas, poco más de quince o dieciséis, con el sujetador al aire, el tanga asomando tan alto que falta poco para llegar a la cintura y pechos de silicona que parecen dos globos rellenos de agua; más mujeres apretando mollas y michelines con fajas y batas de flores; madres primerizas que pasean sudorosas el carro del bebé -muchas veces con un nefasto pirri cual terrier en lo alto de la frente, el pobre-, embutidas en un mono blanco transparente que exhibe bragas fucsia por debajo; marujas mayores ya, de las que no riegan bien y, encima con el calor, pues ya me dirás, que combinan sin pudor faldas de topos marrones con camisetas de rayas marineras; padres chabacanos que acompañan a sus legítimas a por una minifalda putera, todos ciclaos, con camiseta de tirantes blanca, tatuajes por todo el brazo y un pedrusco de no sé cuántos quilates colgando de la oreja, mientras mascan chicle y dicen: "la apretá mejor, churri, que te marca bien ese culazo que tú tienes". 

Yo, en esos momentos -tan frecuentes, por desgracia-, siento una punzada de desolación que no me explico ni yo misma. Con lo joven que soy, me digo, y tan anticuada para las nuevas ¿modas?, pues un poco raro sí que es. Pero, francamente, cuesta mucho recuperarse de la visión de una mujer de ochenta kilos y en bikini, intentando entrar en una treinta y ocho (¡sí chica, que luego da de sí, ya verás!), y pidiéndome que le ayude a recoger el botón del suelo cuando, por fin, lo acaba reventando (el exhausto pantalón también tiene derecho a respirar, imagino). No me lo explico. Tampoco pido que vayamos todos de punta en blanco a 38ºC, entendedme, pero es que aquí o nos pasamos o no llegamos.

Decidí que este mal gusto que nos rodea (¿que me rodea? Lo dudo) era un hecho tangible y comprobable el jueves pasado, al pasearme con mi madre por el mercadillo de mi pueblo en busca de una bata para mi abuela. Yo misma iba normal, sin mucho paripé, con pantalón corto, camiseta y sandalias (indumentaria que, aunque carece de mucho glamour, estilo, elegancia y demás chorradas que tanto les sobran a las famosillas de los rankings, al menos se adecuaba a las condiciones climáticas del momento). Pero es que, por mucho que lo intentaba, apenas pude rescatar cuatro o cinco atuendos pasables en toda una mañana rodeada de gente. La horterez, lo zarrapastroso y la definitiva falta de buen gusto me atropellaban por doquier, ofreciéndome visiones de auténtica pesadilla que me podrían durar semanas, si me obsesionara. No se salvaba nadie: ni jóvenes, ni niños, ni mayores. Cero patatero. Vestidos vulgares, estampados histriónicos, formas desproporcionadas, gafas de sol repletas de enormes logos, pijas y pijos de pueblo,  muchas arrugas mal planchadas, los oros puestos y, por supuesto, demasiada piel al aire que, sudada para más inri, hubieran hecho las delicias de cualquier explorador excéntrico entregado a la fauna más salvaje. Un espectáculo circense con regusto amargo.

Lo peor del asunto, continuaba cavilando yo, es que estas personas que salen a la calle con semejantes pintas no lo hacen de manera inconsciente, sino que se pasan un rato delante del espejo arreglándose y acicalándose. Que me imagino perfectamente a la choni de turno, metiéndose en sus medias de lycra con brillitos, calzándose unos tacones de charol y recogiéndose la melena en un moño encrespado, saliendo del portal de su edificio sintiéndose como una top model, y remirándose en los cristales de los coches para regodearse en su vanidad, pensando "qué mona me he puesto hoy". Pues sí, hija, mona te has puesto, pero en el sentido más literal de la palabra.

En fin, que entre tanto personaje soez que circulaba aquel jueves por el lugar, admiré a mi madre porque, al menos ella, sí que había sido capaz de mantener la dignidad. Sus formas, demasiado redondas, por otro lado, no le impidieron vestir bien (cosa en la que mi padre, apoyándose en la bandera del conservadurismo, o del recuerdo -quién sabe-, siempre ha insistido bastante: debemos ir bien vestidos, ya sea un domingo, el día de tu boda o para ir al colegio). Iba muy señora: con unos pantalones largos de tela fina y una sencilla blusa blanca, de tejidos suaves. Y no lo digo porque sea mi madre, que también, sino que, objetivamente, creo que representaba un bastión de la decencia en medio de todo ese espectáculo de ciencia ficción al que nos enfrentábamos. Incluso yo me sentía del montón, y me iba deprimiendo más y más a cada paso que daba, con cada nueva persona que se me cruzaba me entraban renovados espasmos.

En fin, queridos lulilectores, después de esta pesada crónica desesperanzada que acabo de narrar, solo me queda por daros algunos consejos, si aún os quedan ganas de leer. Sé que mis palabras pueden sonar duras e, incluso, vejatorias, pero, por favor, no os convirtáis en zarrios andantes cuando salgáis de casa en verano: intentad elegir la ropa que mejor os favorezca según vuestra fisonomía, ya no para ser los más fasion del barrio, sino, al menos, para mantener la dignidad y no ir hiriendo la sensibilidad de los demás. No soy ninguna experta en moda, ni yo misma me caracterizo por un estilo limpio y depurado pero, al menos, soy capaz de admitir que hay ciertos tipos de prendas que, con el tipo que yo tengo, pues no me quedan bien, por lo que intento no abusar de ellas.

No es por moda, recordad. Es por dignidad. Aunque ya sabemos todos que, en este país, cada cual hace lo que le da la gana. Y sobre gustos, por desgracia, no hay nada escrito.

Besazzos,

*Luli*

domingo, 3 de julio de 2011

Una ligera preocupación

Queridos lulilectores...

El otro día, mientras trabajaba, tuve una breve conversación con una amiga mía llamada Sujeto B, que vino a saludar, hola qué tal. Dicha amiga (que, por cierto, es la misma que quería ser actriz, tal y como estuve comentando aquí hace un par de meses) me dijo entre risas despectivas que jamás, jamás, pero jamás, podría volver a dirigirle la palabra a nadie que afirmara que su libro favorito es El Quijote porque, si a alguien le puede gustar El Quijote, ese alguien es friki.

Me preocupa ligeramente (nótese la ironía) que esta chica esté acabando la carrera universitaria de Magisterio Infantil, y que nunca haya leído nada más serio que contados libros del Barco de Vapor -excelente colección, por cierto, yo también leí muchos en mi infancia-. ¿No creéis, queridos lulilectores, que es bastante triste?

En fin, dejo abierto el debate. Para qué poner a parir a mi pobre amiga Sujeto B, que bastante tiene ya con lo suyo.

Besazzos,

*Luli*

viernes, 17 de junio de 2011

Ligera cual aire

Queridos lulilectores...

Vengo hoy a saludar y a dar algunas explicaciones (siempre vanas y con un acusado tono culpable) de mis reiteradas ausencias en los últimos días. Pues bien, he estado de exámenes, ahora estoy trasladándome de la city nuevamente al pueblo y, además, me siento desinflada, como melancólica.

Por eso hoy necesitaba contároslo. Mi crisis identitaria (la que siempre me acompaña, de la que os hablé en la última entrada), va en aumento, tristemente. No, miento, es que ni siquiera va en aumento, pero la cosa está en que no desaparece, siempre viaja en mi maleta, vaya yo a donde vaya (llámalo maleta, pero sirve también una mochila, un bolso, un bolsillo o cualquier recoveco cerebral).

Hoy me ha entrado el bajón al ver los blogs de mis compañeros de clase: nada que ver con este. Son blogs estremecedores, jodidamente cultos e interesantes, repletos de citas interesantes y referencias constantes a libros, películas, música, arte, fotografía... Son blogs con lectores y comentarios. Son blogs vivos y presentes.

Ojo, que con esto no me estoy quejando de mi blog: amo mi blog, al fin y al cabo es donde yo escribo. A lo que me refiero es que me he dado cuenta (ya lo venía sospechando) de que mis compañeros de clase (algunos) son gente apasionante, y que tienen vidas apasionantes, por mucho que ellos se empeñen en afirmar que son una mierda. Mentira.

Además, en verano hacen cosas guays: una se va a trabajar a Londres dos meses, otra a Canadá, otra a Nueva York a un curso de verano, otra al periódico, unos a la radio, otros a la televisión... pf. Y yo a la tienda de ropa de cada verano. Pringada al cuadrado.

Me he dicho: Luli, ¿pero cómo eres tan simple? Me siento simple, superflua, innecesaria y vacía. Anclada en los mismos libros, en la misma música y en la misma vida que llevaba hace unos años. Soy boba. Me siento boba. Y detesto esa simpleza que me rodea, que rodea todo lo que tenga que ver conmigo. Siento que no aprovecho mi vida debidamente, y eso me está matando, muy lentamente, por dentro. Es una gran p***da.

Perdonad hoy mi humor. No sé qué me pasa últimamente.

Besazzos,

*Luli*

domingo, 29 de mayo de 2011

Esa crisis de los 20

Queridos lulilectores...

Hoy -después de cierto tiempo sin dar señales de vida- vengo a hablaros de esa crisis que nos entra a las personas jóvenes cuando tenemos 20 años, más o menos -y según lo que he estado observando en los últimos meses. Evidentemente, no nos entra a todos (bienaventurados quienes no la tengan), pero me gusta saber que no soy la única persona que la padece, como yo creía hasta el momento (vaya una egocéntrica estoy hecha). Supongo que podemos llamarla "crisis identitaria" o, como dijo mi amiga el otro día, "crisis existencial".

Básicamente, es una crisis que se da a raíz de plantearse aspectos del futuro, del tipo: ¿qué va a ser de mí cuando acabe la carrera? Son preguntas que nos asaltan inevitablemente, y que a mí, en persona, hace ya tiempo que me planean sobre la cabeza, cual ave carroñera acechante.

La cosa está en que el otro día, de esto hará poco, hablando online con una compañera de clase, le surgió a ella la duda de dónde acabaría trabajando (de hecho, incluso se preguntaba si realmente encontraría un trabajo). Empecé a decirle todas las opciones que se me ocurrían: que si puedes ser guionista, que escribes muy bien; que si puedes ser realizadora, montadora, fotógrafa, crítica de cine, trabajar en la radio, en la televisión, hacer oposiciones... un largo etecé. Pues a todo le ponía pegas. Todo le parecía mal. Nada la satisfacía (de guionista cobras poco, en la tele y en la radio es imposible entrar, para ser crítica hay que saber mucho, de fotógrafa no puedes vivir bien...). Al final, realmente desanimada, dijo que lo que prefería era un trabajo facilón, de ésos "de oficina", de los de los funcionarios: entrar a las 9 y salir a las 5, y olvidarse entonces del trabajo hasta el día siguiente. Porque no podía aspirar a nada más.

Aspirar a más, ahí le dio. Es ese puntito ambicioso que todos -en mayor o menor medida- llevamos dentro, una de esas motivaciones vitales que nos impulsan adelante en la vida, porque necesitamos sentirnos realizados como personas, comprobar que nuestras vidas han tenido algún sentido y no han estado vacías, amorfas. Y tuve ocasión de comprobarlo poco después, ese mismo fin de semana, para gran sorpresa mía.

Vino a mi casa otra amiga del pueblo, de toda la vida, con los ojos medio llorosos y un estado de ánimo que rayaba la exaltación. Ella está estudiando magisterio, y le queda nada para acabar. Tiene miedo de terminar el año que viene, sacarse las oposiciones y encontrar trabajo fijo (¡!). Dicho así puede sonar un poco radical, pero a lo que me refiero es que ella se negaba a ponerse a trabajar con 23 o 24 años y estar ejerciendo de profesora hasta los 60 o cuando sea que se jubile, sin haber tenido la oportunidad de haber hecho nada más en la vida.

Su postura me asombró de sobremanera, porque esta chica es de las tradicionales, del tipo de personas que tienen las ideas fijas y planean su vida de antemano. Lleva con su primer novio casi 7 años, siempre era la única que no tenía pensado salir del pueblo para nada, sino que quería vivir allí para siempre, casarse con su novio y tener tres hijos cuanto antes. Es la que se lo pasaba peor en los pocos viajes que hemos hecho cuando íbamos al instituto, porque echaba de menos a sus padres; la que se sentía incapaz de estudiar algo que la alejara de su familia, porque no quería vivir sola, sin su gente de toda la vida. A mí me sorprendía, porque yo siempre he tenido ganas de largarme cuanto antes de mi casa, y la encontraba cuadrada de pensamiento y algo cabezota, pero también es verdad que no me quedaba otra que respetar su postura: no todos somos iguales, gracias a Dios.

Pues me viene a casa el domingo pasado, como os decía, muy preocupada porque de repente le había entrado un pánico terrible hacia esta perspectiva de futuro que antes la embelesaba; me contaba que ella necesitaba "algo más", intentar alguna aventura loca, aprovechando su juventud. Su aventura loca es "ser actriz", aunque estaba también asustada porque sabía que sus padres no lo iban a aceptar, y se temía que su novio -aún inmaduro, aunque sea mayor que nosotras- no lo entendería, que él lo único que necesita es una vida tranquila, sin grandes cambios, como la que tenían pensada en su momento, muy cómoda y sin demasiados quebraderos de cabeza.

En fin. El caso es que a mí me tocó hacerle de psicóloga, igual que hice antes con mi compañera de clase, para decirle que lo que le pasa es normal, que a todos nos llega ese momento de parar un poco y preguntarnos seriamente cómo queremos que siga nuestra vida. Y lo más irónico de la situación es que yo misma siempre me siento confundida y perdida, porque mi futuro es algo que me ronda muchas veces por la mente (a veces hasta me quita el sueño), y me sentía extraña orientando a mis amigas sobre cosas que yo misma no entiendo, o cuyas respuestas desconozco.

Pero allí estaba yo, entre atónita y satisfecha, contándole a Sujeto B (mi amiga del pueblo), de forma tranquilizadora, que cada uno tiene el camino que elige, y que si quería ser actriz, que adelante, que no se dejara frenar por unos padres conservadores o por un novio cateto, que no dejara de luchar por aquello en lo que creía y por aquello que su instinto le gritaba. Y, a la vez, sintiéndome rara porque yo misma no tengo ni idea de cuáles son mis objetivos a corto plazo, porque me enerva no tener nada por lo que luchar, porque mi corazón, o me grita cada día una cosa diferente, o calla obstinadamente. ¿Quién soy yo, y con qué derecho le digo nada a la muchacha esta? Esas son preguntas que me hacía mientras hablaba.

Pero no sé, fue una especie de consuelo porque, a mis ojos, ella siempre había sido  más madura, más feliz (había logrado todo lo que deseaba), y hablando con ella me di cuenta de que la había tenido un poco idealizada, porque era tan humana como yo, que sus miedos y dudas eran similares a los míos, y que yo no tenía por qué sentirme peor o inferior por ser insegura, que a muchos les pasa. Y me halagó que buscara consejo en mí, yo que me creía tan frágil, porque me hizo ganar un poco de confianza y darme cuenta de que, en realidad, todos nos parecemos un poco, sentimos las mismas cosas y no estamos tan solos como a veces nos creemos.

Es posible que penséis que esto no pasa solo a los 20; también más adelante; supongo que sí. Solo que ahora, a estas edades, suele darse un punto de giro, porque acaba una etapa y comenzamos otra diferente, y cuando cambiamos de etapa siempre nos surgen esas preguntas, esos miedos, esas inseguridades de las que os hablo. Los jóvenes como yo acabamos las carreras en breve (año arriba, año abajo), y llega el momento de salir del nido de los padres, buscar una independencia, un trabajo, un medio con el que ganarse la vida (no todos, obvio, es evidente que la situación cambia mucho en función de cada individuo, pero estoy generalizando). Eso es un gran paso, y es normal que nos sintamos solos y desorientados al principio. Lo malo está en que, por mucho que sea normal, eso no hace más llevaderos los quebraderos de cabeza que nos absorben la cocotera en todo momento.

Supongo que la mejor solución para salir adelante siempre consiste en tomar decisiones -nadie dijo que fuera fácil- y echar hacia adelante una vez hayamos escogido. Sigue resultándome curioso el hecho de que una persona que, en principio, parecía que ya tenía todo su porvenir decidido -como es el caso de mi amiga- de pronto se sienta impotente ante la posibilidad de una existencia vana y exigua que acabe en rutina y aburrimiento (porque, en el fondo, la entiendo: el novio de toda la vida, el trabajo de toda la vida, el pueblo de toda la vida... pf, yo me agobio solo de pensarlo). Bueno, es lo que le dije yo el otro día: si no aprovechas ahora, que eres joven, para hacer esas locuras que se te ocurren y para acumular todas las experiencias que puedas, ¿cuándo lo harás? (Imagino que se puede, más adelante, pero socialmente está peor visto).

Evidentemente, yo psicóloga no soy, pero intenté transmitirle algo de seguridad a partir de mis propias experiencias (adquiridas, desde hace largo tiempo, gracias a mis inseguridades, justamente). Me he comido muchas veces la cabeza pensando esto mismo, y podría disertar sobre esto durante demasiadas horas, pero no lo haré, porque acabo normalmente malparada xD, así que solo puedo aconsejaros una cosa -si es que me estáis leyendo y atravesáis una crisis similar relacionada con vuestro futuro más inmediato: sobre todo, intentad no tomar las decisiones en caliente.

Cuando algo os venga a la mente y os preocupe durante un cierto tiempo, intentad dejar pasar los días y respirar con calma antes de escoger una solución que puede resultar equivocada a la larga. Pensadlo siempre bien antes de saltar, pero no dejéis de hacerlo solo por haber pensado demasiado (*luliconsejo, aunque no me hago responsable de las consecuencias, ya que yo misma soy un polluelo inexperto xD*).

Como dice mi madre... el cambio es la única constante en la vida. Si asumimos eso, ya tenemos parte del camino avanzado.

Mucha suerte a todos.

Besazzos,

*Luli*

martes, 3 de mayo de 2011

Calor humano

Queridos lulilectores...

Vengo a hablar de lo desagradable que puede resultar el calor humano no buscado voluntariamente.

Volvía yo de clase, a horas tardías, cansada y hambrienta (aún no he cenado aunque, para lo que voy a cenar, lo mismo da, porque me he puesto a dieta), en el autobús. En la parada en la que me he subido había mucha gente, y el autobús también estaba repletito, así que no había mucho donde elegir: es uno de esos días en los que una no puede ser caprichosa si quiere sentarse, como es mi caso, porque tengo unos 35 minutos de trayecto que, de pie, se acaban haciendo pesados.

El caso es que me aposento al lado de un chico joven que, para qué negarlo, era un MALEDUCADO. Maleducado involuntario, que es peor, ya que se ve que lo lleva en su naturaleza y no lo hace solo por tocar un rato las narices. El tipo era, sin duda, voluminoso, y también iba bastante equipado, porque tenía una maleta de considerable tamaño a su lado, y una riñonera en el regazo; leía un libro. Lo que me ha llamado la atención es la manera en que estaba sentado: con las piernas bien abiertas, en una postura dejada y abusiva que no se corresponde con la formalidad y el toque impersonal del transporte público.

Es decir, que, aunque teóricamente iba sentado en un asiento solo, sus piernas abarcaban dos: el suyo y el mío. Yo me pensaba lo que cualquiera pensaría, que al sentarme a su lado, el muchacho se recogería un poco y se enderezaría, pues no. Me he equivocado. Dicho en otras palabras, más esclarecedoras, por cierto: yo se la traía bastante floja.

Así pues, ahí me veis: Luli espachurrada contra la ventana, conteniendo el aliento y notando en todo momento el terrible calor humano que las carnes de ese chico desprendían. ¡Habrá cosa más desagradable! Es que el calor humano es muy ambiguo: puede que te guste en determinados momentos, digamos, más íntimos (cuando estás con tu pareja, el abrazo de un amigo, una casta caricia paternal...) o, incluso, cuando hace frío, que no te importa arrimarte a cualquiera con tal de que tus dientes dejen de castañear.

Pero hay veces en las que no es nada divertido verte sometido al calor de una persona que no conoces de nada, como ha sido antes mi caso, y doy fe de que yo pugnaba por evitar que a cada giro brusco del autobús mis piernas rozaran las de ese sujeto. Pues ni por ésas. Aunque, tras esfuerzos y sudores (y posturas contorsionistas a la par que disimuladas), lograra escapar del contacto de semejante mole, su molesta aura seguía atosigándome, como cuando te acercas a un horno que arde a 200ºC y lo notas nada más entrar a la cocina. Vaya repugnancia.

Me pasa una cosa parecida con el dinero. Odio que alguien me pase monedas calientes, resultado de haber sido sujetadas durante minutos por una mano, o de haber permanecido en un bolsillo que toca la piel. El dinero, por su carácter superficial, que no conoce dueño, debería ser frío y fútil, pasajero, en representación al poco tiempo que conservamos un mismo billete, o una misma moneda. Me produce una sensación de disgusto que una moneda aún cálida llegue a mis manos. En seguida la paso a la cartera.

En fin, resumiendo: que menudo viajecito me ha dado el gordo que había a mi lado en el bus.

Ale, a otra cosa, mariposa.

Besazzos,

*Luli*

domingo, 1 de mayo de 2011

Episodio horripilante

Queridos lulilectores...

Estos días están siendo extraños para mí. Llevo viviendo sola desde el viernes, en mi piso de Valencia. Solo que no están mis compañeros, que sería lo habitual. Como ya he dicho: estoy sola.

Teóricamente, me he aislado para ver si avanzo en mis estudios, pero no me ha llegado la inspiración, así que me paso las horas haciendo tonterías y derrochando el tiempo: se ve que estoy de nuevo en una de esas crisis existenciales en las que pienso un montón de cosas, pero en las que nunca alcanzo a actuar con el suficiente aplomo como para aplacar mis meditaciones.

En ésas estaba anoche, viendo una película, cuando sobre las doce y media, más o menos, se fue la luz en toda la vivienda. Lo primero que pensé fue: "Premio, otro final a medias", pero supe mantener más o menos la compostura. Más o menos.

Que se vaya la luz de tu casa no suele ser una experiencia agradable, por lo general. Implica, en primer lugar, dejar aquello que estés haciendo y preocuparte por encontrar el origen del problema. Sobre todo si, como en mi caso, estás sola y no hay nadie que haga el trabajo sucio por ti.

Sin embargo, que se vaya la luz en tu... "segunda residencia", aquel lugar en el que vives con frecuencia pero que no llega a ser tu hogar, es un tanto más molesto, sobre todo si esa residencia (mi piso) es grande, antigua y fantasmal. Tampoco ayuda el hecho de que haya un descomunal silencio, o que fuera el aire sea de tormenta. Tengo que confesar que no me sentí del todo cómoda.

La oscuridad no me preocupó, en primera instancia. Tenía en el bolsillo mi teléfono móvil, aunque comprobé, inquieta, que apenas le quedaba batería. Aun así, me alumbré el camino hasta la caja de contadores, y volví a guardar el móvil porque encima siempre hay una linterna. Encendí la linterna, y descubrí que a los pocos segundos la luz iba menguando. Al minuto o a los dos minutos se apagaba. Pero yo, con terco estoicismo, venga a iluminar la caja de los contadores e intentando dar con el origen de aquella penumbra. Después de un rato manoseando todos los interruptores resoplando, comprobé lo inútil de mi campaña con la debida resignación. Dejé la linterna en su sitio y, de nuevo con el móvil como guía, me dirigí hacia mi dormitorio.

Menos mal que tengo fuego y velas, me dije, felicitándome a mí misma por mi sana costumbre de tener siempre algún cirio a mano, aunque sea para decorar. Encendí cuatro velitas, y las distribuí por la casa: una en la mesa del comedor, otra en la mesa del salón, una en mi dormitorio, y la otra para llevarla conmigo en la mano.

Pero ahí yo ya estaba bastante más intranquila, curiosamente, porque, lejos de reconfortarme, la titilante luz de las velas me ponía la piel de gallina, sobre todo cuando se reflejaba en los espejos. De pronto me sentí como una intrusa entre aquellas paredes, que se me antojaron frías y amenazadoras, como si el viejo piso tuviera los ojos fijos en mi nuca, y vigilase cada movimiento mío. Los cuadros parecían manchas, la sombra de los muebles me daba escalofríos y el ruidito de la puerta de la galería me estaba poniendo cardíaca.

Decidí que tenía que comprobar si la luz se había ido solo en mi piso, o también en alguna otra parte, así que abrí una persiana, y entró la claridad de las calles de Valencia por la ventana. Mala señal, me dije: ¿por qué sí que hay luz en las calles, y no en mi casa? Entonces se me ocurrió la idea más temible de la aventura: salir al rellano a averiguar si se trataba de una avería del edificio o, efectivamente, solo había sido mi casa.

Del piso de arriba se oían las voces de los vecinos, para variar, pero pensé que era demasiado tarde como para ir a hablar con nadie a esas horas, que rozaban la una de la madrugada ya. De modo que, armándome de valor, y pensando que en cada esquina iba a aparecer alguien dispuesto a acuchillarme los higadillos a traición, regresé a mi habitación vela en mano (reflejándome de nuevo en los espejos), y me hice con las llaves. Cuando fui a abrir la cerradura, se me heló la sangre en las venas, porque el pomo chirriaba como un condenado y, en medio de aquel denso silencio, el ruido parecía todavía más atronador y más espeluznante que de costumbre.

En esos momentos, una no puede evitar que le vengan dos voces a la cabeza y que, simultáneamente, mantengan una conversación:

-Seguro que esto es una conspiración de alguien que quiere robarme. Se ha encargado de manipular el sistema eléctrico de mi casa y, como me ha estado vigilando, sabe que estoy sola y que saldré a curiosear al rellano.

-No digas idioteces, Luli, eso no es verdad. Se ha ido la luz, no pasa nada, a veces ocurre. Estás siendo tonta.

-Sí, sí. Pero, ¿y si cuando abra la puerta, aprovechando la oscuridad, me sorprende y me mata? Yo no podría hacer nada...

-¿Acaso tienes algo de valor en casa?

-Nada de joyas, ni dinero. Solo el ordenador y cuatro recuerdos tontos, personales.

-¿Lo ves? ¿Para qué querría alguien robarte? ¿Y asesinarte? Nadie te persigue.

-Ya... pero no puedo evitar pensar en qué pasaría si mi vida acabara después de abrir esa puerta.

Por cierto, no me dio tiempo a responderme a mí misma. La voz del Sentido Común y la voz Alarmista se callaron a la vez, silenciadas por mí misma, ya que había terminado de girar la llave. Abrí lentamente... En el rellano no había nadie, tampoco se oía ni un ruido. Pulsé varias veces el interruptor de la luz de la escalera, infructuosamente. También le di al botón del ascensor, que no respondió. Suspiré, aliviada, y volví corriendo hacia el interior de la vivienda, en parte orgullosa por mi valor, en parte avergonzada por mi cobardía. Así soy: una completa contradicción.

Decidí que lo mejor era abrir todas las persianas y apagar las velas, porque de alguna manera me sentía más segura con la luz de la calle que con las mías propias. Por lo menos ya había averiguado que no era solo cuestión de mi piso, sino que todo el bloque estaba sometido a aquel corte del suministro eléctrico durante quién sabe cuánto.

Me atrincheré en mi dormitorio, único reducto seguro de aquel bosque de cemento malcarado en que en ese momento se había convertido mi casa, me cambié y me metí en la cama. No pude dormir, porque de vez en cuando la voz Alarmista me susurraba con su urgencia habitual que, en cuanto cerrara los ojos, el cuchillo enemigo me ensartaría el corazón como si de una brocheta se tratase, o me degollaría y, ah, se siente, a usted no la conozco, y si la he visto no me acuerdo.

Encendí la radio, para distraerme (pero flojito, por si el ruido impulsaba al asesino a venir más deprisa a por mí); hablaban de poltergeists y de fenómenos paranormales. Apagué la radio. Me sentí tentada de ponerme el mp3 en las orejas, para ver si me dormía al son de Paco de Lucía, pero algo me obligaba a permanecer despierta, y viva.

Fue casi a las dos de la mañana cuando se me encendió una bombilla, y nunca mejor dicho porque se me ocurrió probar a ver si la lamparita ya funcionaba y, efectivamente, mi habitación se iluminó por completo. La luz había regresado, alejando a todos los males que moraban en mi cabeza, más que en mi piso.

Después de apagarla yo por propia voluntad, no porque alguien me la arrebatara, me sentí en paz al fin, dispuesta a dormir.

Antes de caer roque, sin embargo, me atravesó una última punzada de ira. Efectivamente, me había quedado, de nuevo, sin ver el final de una película.

Besazzos,

*Luli*

sábado, 30 de abril de 2011

Asperezas

Queridos lulilectores...

Hoy he puesto una lavadora, y se me ha olvidado añadir el suavizante. Ya ves tú qué tontería.

No me he dado cuenta de mi error ni siquiera después de tender la ropa ni nada. ¡Ni tan siquiera tras recogerla! Me veis ahí, tan alelada como de costumbre, doblando mi pijama y pensando: "Uy, qué recto se ha quedado el pantalón, ¿no?". Mientras me duchaba se me ha encendido la bombilla. ¡No había puesto suavizante!

Maldición, eso estropea la ropa, y encima era oscura, más delicada aún si cabe.

Por eso estaban los calcetines tan llenos de asperezas.

Vaya una cabeza la mía. Ya lo sabéis: si ponéis una lavadora... añadid suavizante.

Besazzos,

*Luli*

miércoles, 27 de abril de 2011

Bajo la mirada de la luna

Queridos lulilectores...

El pasado 17 de abril (la noche del 17 al 18 de abril) hubo luna llena. Me enteré por casualidad, mientras observaba tranquilamente el parte metereológico en el telediario de turno. No le di mayor importancia hasta horas después, cuando fui a acostarme. Antes de ponerme el pijama, salí al balcón de mi habitación para cerrar las persianas, y fue entonces cuando alcé la vista al cielo, para verla en todo su esplendor.

El brillo de la Luna atrapó mi mirada, y no pude dejar de contemplarla durante largos minutos sin interrupción. Parecía tan cercana y, a la vez, tan inalcanzable...

Fue una noche límpida y primaveral. El silencio era  casi absoluto: solo se oía el susurro de las hojas de los árboles mientras la brisa arrastraba las ramas; quizá, también, algún lejano rumor de coches, muy tenue, sofocado por la distancia. Recuerdo el aroma de los naranjos, el frescor del aire sobre mis brazos desnudos. En la calle no había nadie, ni un alma.

Estábamos solas, la Luna y yo. La tenía toda para mí, y era maravilloso:  en ese momento pensé que no podía haber nada más especial en el mundo. Comprendí, de pronto, el por qué de toda la fascinación que nuestro satélite ha causado durante siglos y siglos en los hombres; el por qué de tanta literatura, de tanto cine, de tanto arte, de tanto mito alrededor de la Luna. La Luna es magnánima: delicada por una parte, suave y luminosa, pero terrible por la otra, cautivadora, fría, única.

Entonces una idea me vino a la cabeza: "Solo hay una cosa que pueda ser mejor aún que disfrutar de esta Luna tan hermosa aquí sola: disfrutarla en compañía de alguien". Pero el mundo dormía a esas horas, agotado. Y, oh casualidad, justo después de este pensamiento (como si fuera obra de algún avezado guionista que se encargara de mi vida por aquella sola noche), justo ahí, apareció de la nada un hermoso gato negro que caminaba por la calzada.

La primera reacción que me vino fue de susto. Me dije: "Si esto es una señal, ¿debería preocuparme?". Ya se sabe que los gatos negros auguran malos presagios; sobre todo para los supersticiosos. Yo, por suerte, nunca he vivido una desgracia después de toparme con un gato negro, y tampoco soy especialmente supersticiosa, así que, después de unos segundos, me relajé.

Le observé desde mi balcón, silenciosa. Él no se había percatado de mi presencia: se movía por la calle con majestuosidad; sus mudos y elegantes andares me fascinaron durante un buen rato. Todo sucedió de una forma tan casual que pensé que, efectivamente, había alguien detrás, entre bastidores, preparando la escena, puesto que nuestro felino amigo se posó justo delante de mi casa para acicalarse con parsimonia.

No pude resistirme a la tentación y le chisté, aunque con suavidad. Cesó de lamerse la pata y, en seguida, arqueó el lomo e irguió las orejas. Me localizó de inmediato: la luz de la luna se reflejaba en sus ojos, que lanzaban destellos verdes desde el asfalto. El pelaje de su nuca se erizó, y me observó desconfiado. Yo aguardaba, inmóvil a sus reacciones, y acabamos contemplándonos mutuamente durante unos instantes, ambos quietos, ambos en silencio, como midiendo nuestras fuerzas.

Finalmente, agitó brevemente la cola y corrió, ligero, a refugiarse tras el primer coche que vio, sin dejar de mirarme con insistencia, como queriendo comprobar que yo no iba a atacarle. Le dejé marchar sin hacer nada más que mirarle, con una mueca burlona en los labios.

Después de eso ya me despedí de la Luna -impávida espectadora- con una sonrisa soñadora, para retirarme a mi refugio y dejar la noche a merced de la única ganadora de aquel encuentro.

Llamadme loca, pero juraría que me devolvió la sonrisa.

Besazzos,

*Luli*

martes, 26 de abril de 2011

Francotiradores

Queridos lulilectores...

Últimamente, tengo pensamientos raros. De hecho, me pasa que, cada vez que veo edificios altos, ventanas recónditas -escondidas en lo alto de un doceavo piso-, o balcones diminutos a decenas de metros del suelo... pienso en francotiradores.

¿Alguien me podría explicar el por qué de estas maditaciones tan extrañas?

Lo más curioso no es que yo piense como víctima, sino que, de pronto, me sorprendo a mí misma viendo las azoteas y tejados de la ciudad de Valencia, y oigo la voz de mi cabeza diciéndome: "Hmm... desde esa terraza, un francotirador podría perfectamente asesinar a alguien de la calle sin que se le descubriera". O bien, "Con toda la gente que ahora pasa por la avenida, si algún francotirdador disparase a cualquiera en este momento, se armaría un gran revuelo y una gran confusión, y la multitud se alteraría tanto que, por unos momentos, nadie sabría de donde ha venido el disparo. Además, en caso de que alguien averiguara que se trata de un francotirador, ¿cuánto tardarían en localizar la terraza desde la cuál éste ha disparado?"

En fin, lo que yo vengo a decir con esto es que... estoy bastante mal, ¿no? Porque no me he atiborrado precisamente a películas de espías durante estas últimas semanas, más bien al contrario... ¿Por qué narices me ha dado ahora por pensar en francotiradores?

Esto demuestra que mi cabeza y yo nunca vamos por el mismo lado...

Un gran saludo, y besazzos, queridos lulilectores.

*Luli*

P.D.: El otro día vi por primera vez la película El camino de los ingleses, de Antonio Banderas. ¡Descubrí que uno de los personajes femeninos se llama Luli, como yo! Me hizo mucha ilusión saber que no estoy sola en este Lulimundo, y que hay más Lulis pululando por doquier. =)

lunes, 18 de abril de 2011

Ojalá no fuera cierto

Queridos lulilectores...

En realidad, pretendía narrar una tranquila y agradable entrada sobre la pasada noche de luna llena, pero lo voy a aparcar un poco porque ahora mismo ardo en llamas de la indignación que me recorre por dentro.

¿Cuál es el motivo de mi alteración? Puede que os preguntéis. Bien, pues acabo de tener una discusión con mi compañero de piso sobre temas generales de la vida, y el resultado me ha enervado considerablemente.
Todo ha empezado de la manera más inocente, durante la cena, cuando le contaba a Sujeto X (mi compañero, cuyo nombre empieza por X), que hoy en clase he asistido a una exposición de unos compañeros que han tratado el tema de la publicidad infantil (tanto la publicidad que emplea  a los niños para sus reclamos, como los anuncios que se dirigen a este tipo de público, es decir, nuestros más tiernos infantes). Los compañeros han aportado una serie de datos de lo más escalofriantes, como que, actualmente, debido a los anuncios tan cargados de connotaciones ideológicas que nos bombardean constantemente (sexo, juventud, belleza, felicidad...), y a los que frívolamente nos hemos acostumbrado, muchos niños intentan comportarse como los adultos a edades insanas: nos imitan en todo lo que hacemos. Esto puede parecer de lo más normal, pero la manera en que nosotros, los adultos, nos comportamos en la sociedad moderna, dista mucho de ser "normal".

¿Cuál es la consecuencia de esto? Que los niños pequeños emulan modelos desviados y torcidos: no hace falta ser ningún experto para darse cuenta de lo podrida que está nuestra sociedad en muchos aspectos. Los anunciantes, en su afán de expansión comercial, han adelantado la edad de los pre-adolescentes (habitualmente situada en la franja de los 12 a los 14 años, más o menos), hasta situarla en los 6-7 años. Por poner cualquier ejemplo: los anuncios que deleitan a las niñas con la muñeca Barbie, que aparece en anuncios medio desnuda, maquillada y luciendo un cuerpo escultural. Esto, a la larga, provoca que los niños pierdan creatividad, imaginación y desarrollen problemas de carencia de personalidad cuando alcancen una edad adulta, según mis compañeros.

Bien. Escribiendo estos párrafos, me he dado cuenta de que he proporcionado información insuficiente para abordar de una manera mínimamente adecuada los puntos principales que mis compañeros han expuesto en clase, así que no voy a entrar en detalles. Me centro en la discusión.

¿Cómo ha empezado la discusión? La cosa ha sido sencilla: después de exponerle a Sujeto X los datos que he comentado arriba, pero de manera más desarrollada y efusiva, él me ha mirado con cara de asco y me ha soltado en mis morros:

-Luli, sinceramente, si quieres que te diga la verdad... me da igual. Creo que ese tipo de chorradas son tonterías, que la gente se las inventa para intentar echarle las culpas a algo que no existe, y es una bobada perder el tiempo de esa manera.

He saltado. Antes de seguir narrando la discusión, voy a describir a mi compañero de piso brevemente, para que os situéis. Se trata de un muchacho de 20 años de edad, de familia pudiente, que estudia Medicina en la universidad privada. Parece gay -no descarto que lo sea- y tiene un carácter elitista, machista y, a la vez, vulgar, por paradójico que suene. Es decir, que no le importa alardear de su dinero, renegar de los mendigos pero, al mismo tiempo, el único canal de televisión que mira es Telecinco (con toda su programación basura incluida).

Dicho esto, debéis saber que, para nada, me considero la portadora de la verdad absoluta, pero  llevo tres años estudiando Comunicación Audiovisual, y he tenido bastantes asignaturas en las que he tratado problemas relacionados con las teorías de la comunicación, la manera en que los medios están estructurados y algunas nociones básicas sobre la gran, magnánima y todopoderosa Industria Cultural, que todo lo arrasa.

Así pues, ahora sí. He saltado.

-¿Pero cómo diablos puede darte igual? -le he recriminado.

-Yo soy feliz -me ha contestado, y poniéndose ya en guardia-. Yo no me creo todo eso de que los videojuegos impulsan la violencia, de que la televisión engaña a las personas y que haya alguien intentando controlarnos.

Y ahí ya he explotado, hemos empezado a discutir. Ha sido una discusión extraña porque, por un lado, el muchacho me daba una rabia increíble con sus descafeinados argumentos, tan catetos, y me he sentido incapaz de respetar su opinión. Pero, por otro, me ha dado verdadera lástima, porque es una auténtica víctima de este gran y enorme sistema totalizador en el que desgraciadamente vivimos.

Para resumir un poco, he intentado abrirle los ojos al problema, y lo que me ha molestado tanto ha sido su terca postura de mantenerlos cerrados. Le he hablado de la sociedad del conformismo, de las masas, del hatajo de ciudadanos acríticos que hoy somos; una masa homogeneizada y controlada desde fuera, manipulada, maniatada, dominada, sometida. No somos personas, somos consumidores, y como a tales se nos trata. La hegemonía de la publicidad, los cánones impuestos por el gran negocio de esta agresiva Industria Cultural en la que vivimos, los problemas de comunicación, el poder de los medios, el sentido unidireccional que los caracteriza, la sobreinformación que conduce a la desinformación; el factor borrego, en general.

¿Y qué creéis que me ha contestado? ¡Que le da igual! Él es uno de tantos que, más que convivir, se arrodilla ante este negocio aceptado, con esta realidad que subyace a los medios de comunicación, y que suplanta a la verdadera realidad: nos movemos en el reflejo de un espejo y hemos olvidado que fuera de eso hay  algo más, cosas que no se nos ofrecen, pero que podemos necesitar igualmente. Se me cae la cara de vergüenza, y noto un gran peso en el corazón, al descubrir que una persona como él, inteligente, universitario, un futuro médico, esté tan tremendamente domesticado y a una edad tan temprana. Disfruta con programas como Gran Hermano, aun a pesar de ser consciente de que son basura y de que no aportan nada al espectador -excepto un considerable alivio sobre la parte más voyeur de cada uno-, imita a la Esteban con lo del pollo, da gracias cada día al Altísimo por su Blackberry y su iPod y ES FELIZ chateando con sus 300 amigos del Tuenti, y plantando espárragos  adictamente en el puñetero juego de la granja que la red social ofrece.

¿Y todavía me dice que él no está esclavizado? Según él, claro que sabe que "la gente intenta vendernos cosas" (refiriéndose con términos vacíos y limitados a la industria de la moda, de la cirugía estética, de algunos modelos de comportamiento social como "la marginación de los gordos y subnormales", según sus propias palabras, y otras cuestiones que han surgido a lo largo de la conversación). Pero Sujeto X es feliz dentro de la sociedad tal y como está, porque él solo no va a cambiar el mundo y, por ende, ¿qué sentido tiene reconocer el problema? Ama a Disney, Crepúsculo, Zara, la Coca-Cola y a Lady Gaga, y DEFIENDE CON UÑAS Y DIENTES QUE ÉL ES UN HOMBRE LIBRE AL QUE NADIE NUNCA HA MANIPULADO.

¿Nos hemos vuelto todos locos ahora o qué? Ha sido muy intransigente conmigo cuando le he hablado del "factor hipermercado" de los medios de comunicación, por ejemplo (también conocido como "Agenda Setting"), o cuando le he dicho que hoy en día nos comportamos según los dictados de la publicidad, del márketing o de los modelos que aparecen en la televisión, la radio, las revistas, Internet... Lo ha negado todo, ha gritado bastante y, finalmente, me ha espetado:

-Y perdona, pero ahora voy a ver en el ordenador capítulos atrasados de Aída.

Sinceramente, esta conversación me ha dejado tan asustada como estupefacta. Quiero decir: ¿qué tipo de valores estamos inculcándonos a nosotros mismos, y de qué modo hemos podido llegar tan lejos? ¿Cómo es posible que un joven de hoy en día, repito, universitario, educado en los mejores colegios privados, futuro médico y de inteligencia extraordinaria, esté tan rematadamente ciego al mundo y a la vida? ¿Cómo puede darle igual que otros estén manipulándole -manipulándonos a todos- y, en vez de rebelarse contra quienes le someten, lo haga contra quienes le digan que está sometido? ¿Hasta qué punto vale el "ojos que no ven, corazón que no siente"? ¿Cómo puede ser que prefiera mirar Sálvame Deluxe antes que leer Sentido y Sensibilidad de Jane Austen -esto es real? ¿Cómo hemos podido llegar a esto, a este punto escandaloso, en el que todo nos da igual y solo queremos dejarnos seducir por los medios, la publicidad, la moda, la belleza? ¿Somos realmente conscientes de lo desalentador que es nuestro porvenir en este mundo si lo dejamos en las manos de la generación que ahora será nuestro futuro? ¿Vale la pena sacrificar lo que está por llegar a cambio de un poco de  esta superflua comodidad pasajera de la que ahora "disfrutamos" (porque no la disfrutamos, nos hacen creer que la disfrutamos)?

Sinceramente, esto me parece muy triste e inquietante. Menudo apocalipsis nos espera si las cosas no cambian pronto, y a mejor.

He hablado hoy desordenadamente sobre estos temas, ya os lo digo. En dos años, he tenido la oportunidad de leer y comprender un poco mejor estos hechos que hoy he comentado, pero ahora estoy aún demasiado alterada como para detenerme a exponerlos con orden y coherencia. Esto ha sido un pensamiento personal en el que critico la sociedad que le ha inculcado ese pensar (o no pensar, mejor dicho) a mi pijo, repelente y acrítico compañero de piso. Recurro a una célebre cita bíblica, algo modificada, para resumir mis impresiones en cuanto a él: "Señor, perdónale porque no sabe lo que dice" -y, aunque lo supiera, lo peor de todo es que creo que le seguiría chupando un pie.

Cuidaos las espaldas, mis queridos lulilectores. Quién sabe si aún podemos escapar.

Besazzos,

*Luli*