domingo, 1 de mayo de 2011

Episodio horripilante

Queridos lulilectores...

Estos días están siendo extraños para mí. Llevo viviendo sola desde el viernes, en mi piso de Valencia. Solo que no están mis compañeros, que sería lo habitual. Como ya he dicho: estoy sola.

Teóricamente, me he aislado para ver si avanzo en mis estudios, pero no me ha llegado la inspiración, así que me paso las horas haciendo tonterías y derrochando el tiempo: se ve que estoy de nuevo en una de esas crisis existenciales en las que pienso un montón de cosas, pero en las que nunca alcanzo a actuar con el suficiente aplomo como para aplacar mis meditaciones.

En ésas estaba anoche, viendo una película, cuando sobre las doce y media, más o menos, se fue la luz en toda la vivienda. Lo primero que pensé fue: "Premio, otro final a medias", pero supe mantener más o menos la compostura. Más o menos.

Que se vaya la luz de tu casa no suele ser una experiencia agradable, por lo general. Implica, en primer lugar, dejar aquello que estés haciendo y preocuparte por encontrar el origen del problema. Sobre todo si, como en mi caso, estás sola y no hay nadie que haga el trabajo sucio por ti.

Sin embargo, que se vaya la luz en tu... "segunda residencia", aquel lugar en el que vives con frecuencia pero que no llega a ser tu hogar, es un tanto más molesto, sobre todo si esa residencia (mi piso) es grande, antigua y fantasmal. Tampoco ayuda el hecho de que haya un descomunal silencio, o que fuera el aire sea de tormenta. Tengo que confesar que no me sentí del todo cómoda.

La oscuridad no me preocupó, en primera instancia. Tenía en el bolsillo mi teléfono móvil, aunque comprobé, inquieta, que apenas le quedaba batería. Aun así, me alumbré el camino hasta la caja de contadores, y volví a guardar el móvil porque encima siempre hay una linterna. Encendí la linterna, y descubrí que a los pocos segundos la luz iba menguando. Al minuto o a los dos minutos se apagaba. Pero yo, con terco estoicismo, venga a iluminar la caja de los contadores e intentando dar con el origen de aquella penumbra. Después de un rato manoseando todos los interruptores resoplando, comprobé lo inútil de mi campaña con la debida resignación. Dejé la linterna en su sitio y, de nuevo con el móvil como guía, me dirigí hacia mi dormitorio.

Menos mal que tengo fuego y velas, me dije, felicitándome a mí misma por mi sana costumbre de tener siempre algún cirio a mano, aunque sea para decorar. Encendí cuatro velitas, y las distribuí por la casa: una en la mesa del comedor, otra en la mesa del salón, una en mi dormitorio, y la otra para llevarla conmigo en la mano.

Pero ahí yo ya estaba bastante más intranquila, curiosamente, porque, lejos de reconfortarme, la titilante luz de las velas me ponía la piel de gallina, sobre todo cuando se reflejaba en los espejos. De pronto me sentí como una intrusa entre aquellas paredes, que se me antojaron frías y amenazadoras, como si el viejo piso tuviera los ojos fijos en mi nuca, y vigilase cada movimiento mío. Los cuadros parecían manchas, la sombra de los muebles me daba escalofríos y el ruidito de la puerta de la galería me estaba poniendo cardíaca.

Decidí que tenía que comprobar si la luz se había ido solo en mi piso, o también en alguna otra parte, así que abrí una persiana, y entró la claridad de las calles de Valencia por la ventana. Mala señal, me dije: ¿por qué sí que hay luz en las calles, y no en mi casa? Entonces se me ocurrió la idea más temible de la aventura: salir al rellano a averiguar si se trataba de una avería del edificio o, efectivamente, solo había sido mi casa.

Del piso de arriba se oían las voces de los vecinos, para variar, pero pensé que era demasiado tarde como para ir a hablar con nadie a esas horas, que rozaban la una de la madrugada ya. De modo que, armándome de valor, y pensando que en cada esquina iba a aparecer alguien dispuesto a acuchillarme los higadillos a traición, regresé a mi habitación vela en mano (reflejándome de nuevo en los espejos), y me hice con las llaves. Cuando fui a abrir la cerradura, se me heló la sangre en las venas, porque el pomo chirriaba como un condenado y, en medio de aquel denso silencio, el ruido parecía todavía más atronador y más espeluznante que de costumbre.

En esos momentos, una no puede evitar que le vengan dos voces a la cabeza y que, simultáneamente, mantengan una conversación:

-Seguro que esto es una conspiración de alguien que quiere robarme. Se ha encargado de manipular el sistema eléctrico de mi casa y, como me ha estado vigilando, sabe que estoy sola y que saldré a curiosear al rellano.

-No digas idioteces, Luli, eso no es verdad. Se ha ido la luz, no pasa nada, a veces ocurre. Estás siendo tonta.

-Sí, sí. Pero, ¿y si cuando abra la puerta, aprovechando la oscuridad, me sorprende y me mata? Yo no podría hacer nada...

-¿Acaso tienes algo de valor en casa?

-Nada de joyas, ni dinero. Solo el ordenador y cuatro recuerdos tontos, personales.

-¿Lo ves? ¿Para qué querría alguien robarte? ¿Y asesinarte? Nadie te persigue.

-Ya... pero no puedo evitar pensar en qué pasaría si mi vida acabara después de abrir esa puerta.

Por cierto, no me dio tiempo a responderme a mí misma. La voz del Sentido Común y la voz Alarmista se callaron a la vez, silenciadas por mí misma, ya que había terminado de girar la llave. Abrí lentamente... En el rellano no había nadie, tampoco se oía ni un ruido. Pulsé varias veces el interruptor de la luz de la escalera, infructuosamente. También le di al botón del ascensor, que no respondió. Suspiré, aliviada, y volví corriendo hacia el interior de la vivienda, en parte orgullosa por mi valor, en parte avergonzada por mi cobardía. Así soy: una completa contradicción.

Decidí que lo mejor era abrir todas las persianas y apagar las velas, porque de alguna manera me sentía más segura con la luz de la calle que con las mías propias. Por lo menos ya había averiguado que no era solo cuestión de mi piso, sino que todo el bloque estaba sometido a aquel corte del suministro eléctrico durante quién sabe cuánto.

Me atrincheré en mi dormitorio, único reducto seguro de aquel bosque de cemento malcarado en que en ese momento se había convertido mi casa, me cambié y me metí en la cama. No pude dormir, porque de vez en cuando la voz Alarmista me susurraba con su urgencia habitual que, en cuanto cerrara los ojos, el cuchillo enemigo me ensartaría el corazón como si de una brocheta se tratase, o me degollaría y, ah, se siente, a usted no la conozco, y si la he visto no me acuerdo.

Encendí la radio, para distraerme (pero flojito, por si el ruido impulsaba al asesino a venir más deprisa a por mí); hablaban de poltergeists y de fenómenos paranormales. Apagué la radio. Me sentí tentada de ponerme el mp3 en las orejas, para ver si me dormía al son de Paco de Lucía, pero algo me obligaba a permanecer despierta, y viva.

Fue casi a las dos de la mañana cuando se me encendió una bombilla, y nunca mejor dicho porque se me ocurrió probar a ver si la lamparita ya funcionaba y, efectivamente, mi habitación se iluminó por completo. La luz había regresado, alejando a todos los males que moraban en mi cabeza, más que en mi piso.

Después de apagarla yo por propia voluntad, no porque alguien me la arrebatara, me sentí en paz al fin, dispuesta a dormir.

Antes de caer roque, sin embargo, me atravesó una última punzada de ira. Efectivamente, me había quedado, de nuevo, sin ver el final de una película.

Besazzos,

*Luli*

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