martes, 26 de julio de 2011

Señoras ESTÚPIDAS

Queridos lulilectores...

Anoche me las tuve que ver con unas cuantas señoras estúpidas. ESTÚPIDAS, en mayúsculas.

En la tienda en la que trabajo se supone que cerramos a las diez y media de la noche. Eso no significa que nosotras, las dependientas, acabemos a las diez y media, ni mucho menos, porque después siempre toca arquear la caja, ordenar la tienda, apagar las luces, cerrar. Vamos, media hora de trabajo extra jamás remunerado ni considerado, asumido por los jefes como algo natural, un gaje del oficio. Y si llegas a las once a tu casa a cenar, pues bueno, tampoco es para tanto, ¡más os quejaríais si estuvierais en el fresón!

En fin. Es algo que, después de cuatro años trabajando en la misma empresa, tengo más que asumido, por lo que lo veo tonto el renegar. Todos pringamos en el trabajo, unos más, otros menos, los hay que se escaquean. Y media hora (aunque sea cada día media hora), no es un asunto de Estado, sabiendo que 1) Hoy en día, quien tiene trabajo en esta crisis, es afortunado 2) Hay gente que le puede llegar a echar 14 horas por jornada, cobrando una miseria así que, para qué hablar.

De lo que yo me quejo es de las señoras ESTÚPIDAS que hacen que esa media hora habitual se convierta en una hora entera, que ya no hace tanta gracia. Porque se meten en la tienda cuando ven que estamos apagando las luces, a traición. Cuando las vemos entrar, nos miramos de reojo y miramos el reloj, las diez y veintiocho. Ellas sonríen, carpantas, y con una sola ojeada les adivinas la intención: vienen dispuestas a probarse toda la tienda, tienen ansia de ropa, un hambre voraz. Mucha mala leche.

Pero son muy listas. Te sonríen amablemente y sueltan con voz azucarada:

-¿Podemos pasar cinco minutos, no?

Nos miramos, alarmadas.

-Estamos cerrando ya...

-Será solo un momento, ya veréis. ¡Si venimos a comprar!

No esperan la respuesta. Se dan la vuelta, nos enseñan las espaldas y se meten directas a las zonas de ropa que, tras veinte minutos de esfuerzo, hemos conseguido adecentar y pulir, para adelantar trabajo. Rezongamos por lo bajini, pues no podemos echar a las clientas de la tienda con malos modos, sobre todo si, estrictamente hablando, se encuentran en la tienda durante los horarios de apertura al público. No es que al jefe le importe demasiado, pero es preferible quedar bien, por si las moscas, sobre todo si él está presente.

Y las señoras empiezan a sacar pantalones, camisetas, zapatos, cinturones. Mi compañera y yo no tenemos otra que resoplar y tratar de arreglar los desaguisados que causan en las estanterías. Así, poco a poco, va pasando el tiempo.

Llega el jefe, nos mira con aires de cansado y nos suelta: ¿qué hacen estas aquí todavía? Empezad con el arqueo. Pero cómo, señor jefe, si sus amigas las señoras clientas aún están en el probador. Pues lo ponéis como si fuera una venta para mañana. Y acabad de apagar las luces, anda.

Nosotras, bastante resignadas, le damos al santo interruptor que hace que el establecimiento se quede sumido en una fantasmagórica penumbra -a la que, debido a la frecuencia con la que lo concurrimos, nos hemos terminado por acostumbrar-. Que no es el caso de las señoras, porque aún se encuentran en el probador y rezongan, mosqueadas: ¡que nos habéis dejado a oscuras, oye! Órdenes del jefe, señora.

Y mientras terminan de cambiarse (si ya con luz tardan eones, sin atinar imaginaos), nosotras empezamos la ardua tarea de empezar a contar lo que se conoce como centimicos y monedicas, que siempre hay muchas, y a hacer los cálculos diarios para arquear la caja. Cuando vamos más o menos por la mitad, salen las tres señoras de los probadores cargadas de kilos y kilos de ropa estrujada y pisoteada, la dejan a montones sobre el mostrador, y se ponen en la cola con cara de pocos amigos.

-¡Ay, os hemos interrumpido mientras contáis, cuánto lo sentimos, niñas! Venga, cobradnos esto en un instante, que nos vamos y os dejamos ya tranquilas.

Son las 23:03 de la noche. Con un contenido resoplido abortamos la operación y volvemos a abrir el programa de la caja registradora. Le cobramos a cada una ocho pantalones, tres pares de zapatos, bolsos y artículos varios. Empiezan a marear con bolsas, cajas de cartón, una que se lo piensa y dice que espera un momento, que las sandalias mejor negras en vez de blancas.

Nosotras, al borde del paro cardíaco provocado por nerviosismo continuado, y con unas cada vez más irreprimibles ansias asesinas, las despachamos, al fin, entre bruscos adioses, mientras ellas se alejan envueltas en un molesto cacareo -del cual aún somos capaces de captar algunas referencias hacia nuestros queridos parientes-. Por fin, cerramos la puerta. Ya no puede entrar nadie más.

Llega el jefe y reniega, ¿aún estáis así? Sois unas lentas, de verdad. Y ya, por no enfadarnos más aún, sonreímos, para qué hacer un drama de esto, pensamos al unísono. Contamos el dinero, arqueamos la caja, ordenamos las toneladas de ropa que quedaban.

Cené a las doce menos cuarto. Pero más vale tarde que nunca.

Hago desde aquí un llamamiento a las mujeres que sean clientas: por favor, respeten los horarios, porque tocar las narices no es divertido. Bueno... solo a veces. ;)

Besazzos,

*Luli*

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