Queridos lulilectores...
El pasado 17 de abril (la noche del 17 al 18 de abril) hubo luna llena. Me enteré por casualidad, mientras observaba tranquilamente el parte metereológico en el telediario de turno. No le di mayor importancia hasta horas después, cuando fui a acostarme. Antes de ponerme el pijama, salí al balcón de mi habitación para cerrar las persianas, y fue entonces cuando alcé la vista al cielo, para verla en todo su esplendor.
El brillo de la Luna atrapó mi mirada, y no pude dejar de contemplarla durante largos minutos sin interrupción. Parecía tan cercana y, a la vez, tan inalcanzable...
Fue una noche límpida y primaveral. El silencio era casi absoluto: solo se oía el susurro de las hojas de los árboles mientras la brisa arrastraba las ramas; quizá, también, algún lejano rumor de coches, muy tenue, sofocado por la distancia. Recuerdo el aroma de los naranjos, el frescor del aire sobre mis brazos desnudos. En la calle no había nadie, ni un alma.
Estábamos solas, la Luna y yo. La tenía toda para mí, y era maravilloso: en ese momento pensé que no podía haber nada más especial en el mundo. Comprendí, de pronto, el por qué de toda la fascinación que nuestro satélite ha causado durante siglos y siglos en los hombres; el por qué de tanta literatura, de tanto cine, de tanto arte, de tanto mito alrededor de la Luna. La Luna es magnánima: delicada por una parte, suave y luminosa, pero terrible por la otra, cautivadora, fría, única.
Entonces una idea me vino a la cabeza: "Solo hay una cosa que pueda ser mejor aún que disfrutar de esta Luna tan hermosa aquí sola: disfrutarla en compañía de alguien". Pero el mundo dormía a esas horas, agotado. Y, oh casualidad, justo después de este pensamiento (como si fuera obra de algún avezado guionista que se encargara de mi vida por aquella sola noche), justo ahí, apareció de la nada un hermoso gato negro que caminaba por la calzada.
La primera reacción que me vino fue de susto. Me dije: "Si esto es una señal, ¿debería preocuparme?". Ya se sabe que los gatos negros auguran malos presagios; sobre todo para los supersticiosos. Yo, por suerte, nunca he vivido una desgracia después de toparme con un gato negro, y tampoco soy especialmente supersticiosa, así que, después de unos segundos, me relajé.
Le observé desde mi balcón, silenciosa. Él no se había percatado de mi presencia: se movía por la calle con majestuosidad; sus mudos y elegantes andares me fascinaron durante un buen rato. Todo sucedió de una forma tan casual que pensé que, efectivamente, había alguien detrás, entre bastidores, preparando la escena, puesto que nuestro felino amigo se posó justo delante de mi casa para acicalarse con parsimonia.
No pude resistirme a la tentación y le chisté, aunque con suavidad. Cesó de lamerse la pata y, en seguida, arqueó el lomo e irguió las orejas. Me localizó de inmediato: la luz de la luna se reflejaba en sus ojos, que lanzaban destellos verdes desde el asfalto. El pelaje de su nuca se erizó, y me observó desconfiado. Yo aguardaba, inmóvil a sus reacciones, y acabamos contemplándonos mutuamente durante unos instantes, ambos quietos, ambos en silencio, como midiendo nuestras fuerzas.
Finalmente, agitó brevemente la cola y corrió, ligero, a refugiarse tras el primer coche que vio, sin dejar de mirarme con insistencia, como queriendo comprobar que yo no iba a atacarle. Le dejé marchar sin hacer nada más que mirarle, con una mueca burlona en los labios.
Después de eso ya me despedí de la Luna -impávida espectadora- con una sonrisa soñadora, para retirarme a mi refugio y dejar la noche a merced de la única ganadora de aquel encuentro.
Llamadme loca, pero juraría que me devolvió la sonrisa.
Besazzos,
*Luli*
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