domingo, 29 de mayo de 2011

Esa crisis de los 20

Queridos lulilectores...

Hoy -después de cierto tiempo sin dar señales de vida- vengo a hablaros de esa crisis que nos entra a las personas jóvenes cuando tenemos 20 años, más o menos -y según lo que he estado observando en los últimos meses. Evidentemente, no nos entra a todos (bienaventurados quienes no la tengan), pero me gusta saber que no soy la única persona que la padece, como yo creía hasta el momento (vaya una egocéntrica estoy hecha). Supongo que podemos llamarla "crisis identitaria" o, como dijo mi amiga el otro día, "crisis existencial".

Básicamente, es una crisis que se da a raíz de plantearse aspectos del futuro, del tipo: ¿qué va a ser de mí cuando acabe la carrera? Son preguntas que nos asaltan inevitablemente, y que a mí, en persona, hace ya tiempo que me planean sobre la cabeza, cual ave carroñera acechante.

La cosa está en que el otro día, de esto hará poco, hablando online con una compañera de clase, le surgió a ella la duda de dónde acabaría trabajando (de hecho, incluso se preguntaba si realmente encontraría un trabajo). Empecé a decirle todas las opciones que se me ocurrían: que si puedes ser guionista, que escribes muy bien; que si puedes ser realizadora, montadora, fotógrafa, crítica de cine, trabajar en la radio, en la televisión, hacer oposiciones... un largo etecé. Pues a todo le ponía pegas. Todo le parecía mal. Nada la satisfacía (de guionista cobras poco, en la tele y en la radio es imposible entrar, para ser crítica hay que saber mucho, de fotógrafa no puedes vivir bien...). Al final, realmente desanimada, dijo que lo que prefería era un trabajo facilón, de ésos "de oficina", de los de los funcionarios: entrar a las 9 y salir a las 5, y olvidarse entonces del trabajo hasta el día siguiente. Porque no podía aspirar a nada más.

Aspirar a más, ahí le dio. Es ese puntito ambicioso que todos -en mayor o menor medida- llevamos dentro, una de esas motivaciones vitales que nos impulsan adelante en la vida, porque necesitamos sentirnos realizados como personas, comprobar que nuestras vidas han tenido algún sentido y no han estado vacías, amorfas. Y tuve ocasión de comprobarlo poco después, ese mismo fin de semana, para gran sorpresa mía.

Vino a mi casa otra amiga del pueblo, de toda la vida, con los ojos medio llorosos y un estado de ánimo que rayaba la exaltación. Ella está estudiando magisterio, y le queda nada para acabar. Tiene miedo de terminar el año que viene, sacarse las oposiciones y encontrar trabajo fijo (¡!). Dicho así puede sonar un poco radical, pero a lo que me refiero es que ella se negaba a ponerse a trabajar con 23 o 24 años y estar ejerciendo de profesora hasta los 60 o cuando sea que se jubile, sin haber tenido la oportunidad de haber hecho nada más en la vida.

Su postura me asombró de sobremanera, porque esta chica es de las tradicionales, del tipo de personas que tienen las ideas fijas y planean su vida de antemano. Lleva con su primer novio casi 7 años, siempre era la única que no tenía pensado salir del pueblo para nada, sino que quería vivir allí para siempre, casarse con su novio y tener tres hijos cuanto antes. Es la que se lo pasaba peor en los pocos viajes que hemos hecho cuando íbamos al instituto, porque echaba de menos a sus padres; la que se sentía incapaz de estudiar algo que la alejara de su familia, porque no quería vivir sola, sin su gente de toda la vida. A mí me sorprendía, porque yo siempre he tenido ganas de largarme cuanto antes de mi casa, y la encontraba cuadrada de pensamiento y algo cabezota, pero también es verdad que no me quedaba otra que respetar su postura: no todos somos iguales, gracias a Dios.

Pues me viene a casa el domingo pasado, como os decía, muy preocupada porque de repente le había entrado un pánico terrible hacia esta perspectiva de futuro que antes la embelesaba; me contaba que ella necesitaba "algo más", intentar alguna aventura loca, aprovechando su juventud. Su aventura loca es "ser actriz", aunque estaba también asustada porque sabía que sus padres no lo iban a aceptar, y se temía que su novio -aún inmaduro, aunque sea mayor que nosotras- no lo entendería, que él lo único que necesita es una vida tranquila, sin grandes cambios, como la que tenían pensada en su momento, muy cómoda y sin demasiados quebraderos de cabeza.

En fin. El caso es que a mí me tocó hacerle de psicóloga, igual que hice antes con mi compañera de clase, para decirle que lo que le pasa es normal, que a todos nos llega ese momento de parar un poco y preguntarnos seriamente cómo queremos que siga nuestra vida. Y lo más irónico de la situación es que yo misma siempre me siento confundida y perdida, porque mi futuro es algo que me ronda muchas veces por la mente (a veces hasta me quita el sueño), y me sentía extraña orientando a mis amigas sobre cosas que yo misma no entiendo, o cuyas respuestas desconozco.

Pero allí estaba yo, entre atónita y satisfecha, contándole a Sujeto B (mi amiga del pueblo), de forma tranquilizadora, que cada uno tiene el camino que elige, y que si quería ser actriz, que adelante, que no se dejara frenar por unos padres conservadores o por un novio cateto, que no dejara de luchar por aquello en lo que creía y por aquello que su instinto le gritaba. Y, a la vez, sintiéndome rara porque yo misma no tengo ni idea de cuáles son mis objetivos a corto plazo, porque me enerva no tener nada por lo que luchar, porque mi corazón, o me grita cada día una cosa diferente, o calla obstinadamente. ¿Quién soy yo, y con qué derecho le digo nada a la muchacha esta? Esas son preguntas que me hacía mientras hablaba.

Pero no sé, fue una especie de consuelo porque, a mis ojos, ella siempre había sido  más madura, más feliz (había logrado todo lo que deseaba), y hablando con ella me di cuenta de que la había tenido un poco idealizada, porque era tan humana como yo, que sus miedos y dudas eran similares a los míos, y que yo no tenía por qué sentirme peor o inferior por ser insegura, que a muchos les pasa. Y me halagó que buscara consejo en mí, yo que me creía tan frágil, porque me hizo ganar un poco de confianza y darme cuenta de que, en realidad, todos nos parecemos un poco, sentimos las mismas cosas y no estamos tan solos como a veces nos creemos.

Es posible que penséis que esto no pasa solo a los 20; también más adelante; supongo que sí. Solo que ahora, a estas edades, suele darse un punto de giro, porque acaba una etapa y comenzamos otra diferente, y cuando cambiamos de etapa siempre nos surgen esas preguntas, esos miedos, esas inseguridades de las que os hablo. Los jóvenes como yo acabamos las carreras en breve (año arriba, año abajo), y llega el momento de salir del nido de los padres, buscar una independencia, un trabajo, un medio con el que ganarse la vida (no todos, obvio, es evidente que la situación cambia mucho en función de cada individuo, pero estoy generalizando). Eso es un gran paso, y es normal que nos sintamos solos y desorientados al principio. Lo malo está en que, por mucho que sea normal, eso no hace más llevaderos los quebraderos de cabeza que nos absorben la cocotera en todo momento.

Supongo que la mejor solución para salir adelante siempre consiste en tomar decisiones -nadie dijo que fuera fácil- y echar hacia adelante una vez hayamos escogido. Sigue resultándome curioso el hecho de que una persona que, en principio, parecía que ya tenía todo su porvenir decidido -como es el caso de mi amiga- de pronto se sienta impotente ante la posibilidad de una existencia vana y exigua que acabe en rutina y aburrimiento (porque, en el fondo, la entiendo: el novio de toda la vida, el trabajo de toda la vida, el pueblo de toda la vida... pf, yo me agobio solo de pensarlo). Bueno, es lo que le dije yo el otro día: si no aprovechas ahora, que eres joven, para hacer esas locuras que se te ocurren y para acumular todas las experiencias que puedas, ¿cuándo lo harás? (Imagino que se puede, más adelante, pero socialmente está peor visto).

Evidentemente, yo psicóloga no soy, pero intenté transmitirle algo de seguridad a partir de mis propias experiencias (adquiridas, desde hace largo tiempo, gracias a mis inseguridades, justamente). Me he comido muchas veces la cabeza pensando esto mismo, y podría disertar sobre esto durante demasiadas horas, pero no lo haré, porque acabo normalmente malparada xD, así que solo puedo aconsejaros una cosa -si es que me estáis leyendo y atravesáis una crisis similar relacionada con vuestro futuro más inmediato: sobre todo, intentad no tomar las decisiones en caliente.

Cuando algo os venga a la mente y os preocupe durante un cierto tiempo, intentad dejar pasar los días y respirar con calma antes de escoger una solución que puede resultar equivocada a la larga. Pensadlo siempre bien antes de saltar, pero no dejéis de hacerlo solo por haber pensado demasiado (*luliconsejo, aunque no me hago responsable de las consecuencias, ya que yo misma soy un polluelo inexperto xD*).

Como dice mi madre... el cambio es la única constante en la vida. Si asumimos eso, ya tenemos parte del camino avanzado.

Mucha suerte a todos.

Besazzos,

*Luli*

martes, 3 de mayo de 2011

Calor humano

Queridos lulilectores...

Vengo a hablar de lo desagradable que puede resultar el calor humano no buscado voluntariamente.

Volvía yo de clase, a horas tardías, cansada y hambrienta (aún no he cenado aunque, para lo que voy a cenar, lo mismo da, porque me he puesto a dieta), en el autobús. En la parada en la que me he subido había mucha gente, y el autobús también estaba repletito, así que no había mucho donde elegir: es uno de esos días en los que una no puede ser caprichosa si quiere sentarse, como es mi caso, porque tengo unos 35 minutos de trayecto que, de pie, se acaban haciendo pesados.

El caso es que me aposento al lado de un chico joven que, para qué negarlo, era un MALEDUCADO. Maleducado involuntario, que es peor, ya que se ve que lo lleva en su naturaleza y no lo hace solo por tocar un rato las narices. El tipo era, sin duda, voluminoso, y también iba bastante equipado, porque tenía una maleta de considerable tamaño a su lado, y una riñonera en el regazo; leía un libro. Lo que me ha llamado la atención es la manera en que estaba sentado: con las piernas bien abiertas, en una postura dejada y abusiva que no se corresponde con la formalidad y el toque impersonal del transporte público.

Es decir, que, aunque teóricamente iba sentado en un asiento solo, sus piernas abarcaban dos: el suyo y el mío. Yo me pensaba lo que cualquiera pensaría, que al sentarme a su lado, el muchacho se recogería un poco y se enderezaría, pues no. Me he equivocado. Dicho en otras palabras, más esclarecedoras, por cierto: yo se la traía bastante floja.

Así pues, ahí me veis: Luli espachurrada contra la ventana, conteniendo el aliento y notando en todo momento el terrible calor humano que las carnes de ese chico desprendían. ¡Habrá cosa más desagradable! Es que el calor humano es muy ambiguo: puede que te guste en determinados momentos, digamos, más íntimos (cuando estás con tu pareja, el abrazo de un amigo, una casta caricia paternal...) o, incluso, cuando hace frío, que no te importa arrimarte a cualquiera con tal de que tus dientes dejen de castañear.

Pero hay veces en las que no es nada divertido verte sometido al calor de una persona que no conoces de nada, como ha sido antes mi caso, y doy fe de que yo pugnaba por evitar que a cada giro brusco del autobús mis piernas rozaran las de ese sujeto. Pues ni por ésas. Aunque, tras esfuerzos y sudores (y posturas contorsionistas a la par que disimuladas), lograra escapar del contacto de semejante mole, su molesta aura seguía atosigándome, como cuando te acercas a un horno que arde a 200ºC y lo notas nada más entrar a la cocina. Vaya repugnancia.

Me pasa una cosa parecida con el dinero. Odio que alguien me pase monedas calientes, resultado de haber sido sujetadas durante minutos por una mano, o de haber permanecido en un bolsillo que toca la piel. El dinero, por su carácter superficial, que no conoce dueño, debería ser frío y fútil, pasajero, en representación al poco tiempo que conservamos un mismo billete, o una misma moneda. Me produce una sensación de disgusto que una moneda aún cálida llegue a mis manos. En seguida la paso a la cartera.

En fin, resumiendo: que menudo viajecito me ha dado el gordo que había a mi lado en el bus.

Ale, a otra cosa, mariposa.

Besazzos,

*Luli*

domingo, 1 de mayo de 2011

Episodio horripilante

Queridos lulilectores...

Estos días están siendo extraños para mí. Llevo viviendo sola desde el viernes, en mi piso de Valencia. Solo que no están mis compañeros, que sería lo habitual. Como ya he dicho: estoy sola.

Teóricamente, me he aislado para ver si avanzo en mis estudios, pero no me ha llegado la inspiración, así que me paso las horas haciendo tonterías y derrochando el tiempo: se ve que estoy de nuevo en una de esas crisis existenciales en las que pienso un montón de cosas, pero en las que nunca alcanzo a actuar con el suficiente aplomo como para aplacar mis meditaciones.

En ésas estaba anoche, viendo una película, cuando sobre las doce y media, más o menos, se fue la luz en toda la vivienda. Lo primero que pensé fue: "Premio, otro final a medias", pero supe mantener más o menos la compostura. Más o menos.

Que se vaya la luz de tu casa no suele ser una experiencia agradable, por lo general. Implica, en primer lugar, dejar aquello que estés haciendo y preocuparte por encontrar el origen del problema. Sobre todo si, como en mi caso, estás sola y no hay nadie que haga el trabajo sucio por ti.

Sin embargo, que se vaya la luz en tu... "segunda residencia", aquel lugar en el que vives con frecuencia pero que no llega a ser tu hogar, es un tanto más molesto, sobre todo si esa residencia (mi piso) es grande, antigua y fantasmal. Tampoco ayuda el hecho de que haya un descomunal silencio, o que fuera el aire sea de tormenta. Tengo que confesar que no me sentí del todo cómoda.

La oscuridad no me preocupó, en primera instancia. Tenía en el bolsillo mi teléfono móvil, aunque comprobé, inquieta, que apenas le quedaba batería. Aun así, me alumbré el camino hasta la caja de contadores, y volví a guardar el móvil porque encima siempre hay una linterna. Encendí la linterna, y descubrí que a los pocos segundos la luz iba menguando. Al minuto o a los dos minutos se apagaba. Pero yo, con terco estoicismo, venga a iluminar la caja de los contadores e intentando dar con el origen de aquella penumbra. Después de un rato manoseando todos los interruptores resoplando, comprobé lo inútil de mi campaña con la debida resignación. Dejé la linterna en su sitio y, de nuevo con el móvil como guía, me dirigí hacia mi dormitorio.

Menos mal que tengo fuego y velas, me dije, felicitándome a mí misma por mi sana costumbre de tener siempre algún cirio a mano, aunque sea para decorar. Encendí cuatro velitas, y las distribuí por la casa: una en la mesa del comedor, otra en la mesa del salón, una en mi dormitorio, y la otra para llevarla conmigo en la mano.

Pero ahí yo ya estaba bastante más intranquila, curiosamente, porque, lejos de reconfortarme, la titilante luz de las velas me ponía la piel de gallina, sobre todo cuando se reflejaba en los espejos. De pronto me sentí como una intrusa entre aquellas paredes, que se me antojaron frías y amenazadoras, como si el viejo piso tuviera los ojos fijos en mi nuca, y vigilase cada movimiento mío. Los cuadros parecían manchas, la sombra de los muebles me daba escalofríos y el ruidito de la puerta de la galería me estaba poniendo cardíaca.

Decidí que tenía que comprobar si la luz se había ido solo en mi piso, o también en alguna otra parte, así que abrí una persiana, y entró la claridad de las calles de Valencia por la ventana. Mala señal, me dije: ¿por qué sí que hay luz en las calles, y no en mi casa? Entonces se me ocurrió la idea más temible de la aventura: salir al rellano a averiguar si se trataba de una avería del edificio o, efectivamente, solo había sido mi casa.

Del piso de arriba se oían las voces de los vecinos, para variar, pero pensé que era demasiado tarde como para ir a hablar con nadie a esas horas, que rozaban la una de la madrugada ya. De modo que, armándome de valor, y pensando que en cada esquina iba a aparecer alguien dispuesto a acuchillarme los higadillos a traición, regresé a mi habitación vela en mano (reflejándome de nuevo en los espejos), y me hice con las llaves. Cuando fui a abrir la cerradura, se me heló la sangre en las venas, porque el pomo chirriaba como un condenado y, en medio de aquel denso silencio, el ruido parecía todavía más atronador y más espeluznante que de costumbre.

En esos momentos, una no puede evitar que le vengan dos voces a la cabeza y que, simultáneamente, mantengan una conversación:

-Seguro que esto es una conspiración de alguien que quiere robarme. Se ha encargado de manipular el sistema eléctrico de mi casa y, como me ha estado vigilando, sabe que estoy sola y que saldré a curiosear al rellano.

-No digas idioteces, Luli, eso no es verdad. Se ha ido la luz, no pasa nada, a veces ocurre. Estás siendo tonta.

-Sí, sí. Pero, ¿y si cuando abra la puerta, aprovechando la oscuridad, me sorprende y me mata? Yo no podría hacer nada...

-¿Acaso tienes algo de valor en casa?

-Nada de joyas, ni dinero. Solo el ordenador y cuatro recuerdos tontos, personales.

-¿Lo ves? ¿Para qué querría alguien robarte? ¿Y asesinarte? Nadie te persigue.

-Ya... pero no puedo evitar pensar en qué pasaría si mi vida acabara después de abrir esa puerta.

Por cierto, no me dio tiempo a responderme a mí misma. La voz del Sentido Común y la voz Alarmista se callaron a la vez, silenciadas por mí misma, ya que había terminado de girar la llave. Abrí lentamente... En el rellano no había nadie, tampoco se oía ni un ruido. Pulsé varias veces el interruptor de la luz de la escalera, infructuosamente. También le di al botón del ascensor, que no respondió. Suspiré, aliviada, y volví corriendo hacia el interior de la vivienda, en parte orgullosa por mi valor, en parte avergonzada por mi cobardía. Así soy: una completa contradicción.

Decidí que lo mejor era abrir todas las persianas y apagar las velas, porque de alguna manera me sentía más segura con la luz de la calle que con las mías propias. Por lo menos ya había averiguado que no era solo cuestión de mi piso, sino que todo el bloque estaba sometido a aquel corte del suministro eléctrico durante quién sabe cuánto.

Me atrincheré en mi dormitorio, único reducto seguro de aquel bosque de cemento malcarado en que en ese momento se había convertido mi casa, me cambié y me metí en la cama. No pude dormir, porque de vez en cuando la voz Alarmista me susurraba con su urgencia habitual que, en cuanto cerrara los ojos, el cuchillo enemigo me ensartaría el corazón como si de una brocheta se tratase, o me degollaría y, ah, se siente, a usted no la conozco, y si la he visto no me acuerdo.

Encendí la radio, para distraerme (pero flojito, por si el ruido impulsaba al asesino a venir más deprisa a por mí); hablaban de poltergeists y de fenómenos paranormales. Apagué la radio. Me sentí tentada de ponerme el mp3 en las orejas, para ver si me dormía al son de Paco de Lucía, pero algo me obligaba a permanecer despierta, y viva.

Fue casi a las dos de la mañana cuando se me encendió una bombilla, y nunca mejor dicho porque se me ocurrió probar a ver si la lamparita ya funcionaba y, efectivamente, mi habitación se iluminó por completo. La luz había regresado, alejando a todos los males que moraban en mi cabeza, más que en mi piso.

Después de apagarla yo por propia voluntad, no porque alguien me la arrebatara, me sentí en paz al fin, dispuesta a dormir.

Antes de caer roque, sin embargo, me atravesó una última punzada de ira. Efectivamente, me había quedado, de nuevo, sin ver el final de una película.

Besazzos,

*Luli*