Queridos lulilectores...
He tenido una mañana pesada. Una de esas infructuosas -y por ello irritantes- mañanas que se desaprovechan a regañadientes debido a temas burocráticos; concretamente, hoy tocaba renovar el pasaporte. He ido a Valencia, a una comisaría donde te daban turno sin cita previa (cosa que en el resto de comisarías no hacen, al menos, cerca de mi casa). Y la cosa ha sido como esperaba: me han dado un papelín con el número 44 y, cuando he preguntado por qué número iban, me ha dicho que por el 18. El resto os lo podréis imaginar.
Yo iba con mis padres así que, viendo cómo estaba el patio, hemos decidido ir a almorzar a una cafetería cercana para hacer tiempo. Como era temprano, el desayuno ha sido de lo más agradable: una terracita en la sombra, el ruido de los coches que llegaba de manera amortiguada y poca gente en las calles, la mayoría paseando simpáticos perretes. Ahí lo he visto por primera vez. Hablo del caballero.
Estaba a dos o tres mesas de la nuestra, sin compañía, desayunando también. Ya de entrada le he dirigido una larga mirada, bastante pensativa. Había algo en él que, desde el primer momento, me ha llamado la atención. Su porte, su aspecto, su actitud, quién sabe. Yo le veía de reojo, y él observaba una paloma entre calada y calada a un cigarrillo recién encendido. La miraba fijamente, mientras la tórtola se pavoneaba por delante de él con bastante coquetería. Seguro que era una hembra.
No había expresión alguna en su rostro, quizá solo curiosidad por el animal. Al cabo de poco, ya no la miraba con tanta obstinación, sino que la iba alternando con un periódico sobre la mesa que iba hojeando distraídamente. Poco después se levantó y se fue, tras pagar brevemente su cuenta.
Fijaos si ese hombre tenía magnetismo que, mientras le veía alejarse, me han entrado unas ganas irrefrenables de llamarle para que se quedara un poco más, pues apenas habíamos coincidido diez minutos. Claro está que no lo he hecho, no habría tenido ningún sentido. Pero mis ruegos se han visto atendidos cuando, algo después, y para mi grandísimo deleite, le he vuelto a ver en el patio de espera de la comisaría, entre veinte o treinta personas más.
Ese hombre era lo que yo llamo un caballero. Hecho y derecho. No sé cuántos años tendría, entre cuarenta y cincuenta, posiblemente. Muy alto, delgado, fibroso, con los brazos finos y la piel clara. El cabello y la barba -perfectamente recortada, por cierto- de un bonito color perlado, salpicados aquí y allá de algún mechón negro. Facciones delicadas, agradables, piernas largas. Las gafas de sol sobre la cabeza. Guapísimo en su conjunto.
De las dos horas largas que me he pasado en ese patio esperando a que llegara mi turno para renovarme el pasaporte de las narices, hora y media me la he pasado devorándole con la mirada. Era un pedazo de hombre impresionante, de los que quitan el hipo. Iba vestido con clase, sin estridencias: llevaba unos tejanos oscuros, zapatos de piel, un cinturón gris a juego con los calcetines y una camisa azul de tela brillante, sedosa, que lanzaba destellos cuando le daba la luz. En la mano llevaba una carpetita de cuero con papeles -¿oficinista? ¿escritor?-, en la otra mano llevaba el periódico y, en un bolsillo, el paquete de tabaco.
Estaba apoyado en un pilar y se ha pasado las dos horas casi enteras en la misma posición, sin perder la compostura ni una sola vez. Con la espalda y los hombros recostados en el muro, con las piernas ligeramente cruzadas, con los brazos ora delante, ora a los lados, ora detrás. Ocasionalmente, volviendo a encender otro cigarrillo.
Ese caballero os juro que me ha impresionado. Se me caía la baba solo de mirarle: irradiaba elegancia, educación, formalidad y cortesía por cada poro de su ser. Físicamente se parecía un poco a Jeremy Irons y a Arturo Pérez-Reverte, tenía cierto aire de los dos: del actor, la cara fina y la delgadez; de mi adorado Reverte, la mirada estoica y la barba. Su porte era viril, masculino, seductor. Y, a pesar de su discreción, andaba con cierta chulería y con desparpajo, como quien está muy seguro de sí mismo.
En todo el tiempo que hemos permanecido en el patio de espera, pasaba mucha gente por nuestro alrededor, porque cerca de donde nos encontrábamos había una especie de instituto de secundaria y también un polideportivo. Y la gente iba y venía sin cesar, sobre todo chicas jóvenes (enseñando cacho) y mujeres guapas. ¿Os creéis que las miraba mucho? Pues no, a diferencia de otros hombres y chicos que también estaban esperando, que se las comían con los ojos cuando sus señoras miraban para otro lado, el caballero permanecía con la vista fija en la pared, o en su periódico, o en el vacío, pero pocas veces reparaba en las muchachas que desfilaban por delante suyo como si de modelos en la pasarela se trataran. Ojo, tampoco es que se fijara mucho más en los hombres, directamente, es que no le interesaba en absoluto lo que pasara a su alrededor.
Yo, que no paraba de observarle, me preguntaba cómo era posible que el resto de mujeres que había en la sala no se fijaran en él, ni tan siquiera mi madre, que volvió más tarde porque ya había terminado de hacer sus recados. Solo al final, una chica muy joven que ha llegado la última para pedir turno, se ha atrevido a dirigirle la palabra, para quejarse de la lentitud de los funcionarios, y cómo son las cosas que, aun estando él más cerca de mí que ella, a la única a la que oía hablar era a la chica -mona, pero vulgar-, mientras que el caballero se limitaba a sonreír con gentileza y a explicarle en voz baja algunas cosas.
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