Queridos lulilectores...
Ayer sábado decidí salir a darme un garbeo por la noche en compañía de mis amigas. La verdad es que hacía tiempo ya que no salía, desde Nochevieja (ya se sabe: enero = exámenes). Pero, con la excusa del cumpleaños de una chica de mi pandilla, fuimos a celebrarlo. Y, como en otras ocasiones, la ausencia de alcohol en mis venas provocó que mis ideas fluyeran con mayor nitidez que cuando emulo a Baco y me deleito con este legalizado vicio. La cosa es que me quedé horrorizada. Por varias razones.
En primer lugar, porque una descubre que ya no es la más joven. No es que yo sea vieja, pero lo cierto es que me asustó descubrir que toda la muchedumbre que se agolpaba delante de las puertas de los pubs de mi pueblo eran chavales de entre quince y dieciocho años, en su gran mayoría. Yo ya no estoy en esas franjas, Dios, cómo cuesta de aceptar (y lo que me queda, ¿no?, diréis algunos). Seguramente tenéis razón.
Pero el mayor punto de mi irritación estaba lejos de estas cuestiones relacionadas con los años o las edades. Ayer descubrí -mejor dicho, constaté- que las muchachas de mi pueblo son clónicas, como la oveja Dolly. Mira qué termino tan majo me ha salido. Las voy a llamar Las Dollys. Y digo clónicas porque parecen salidas de un proceso industrial, donde todos los productos son homogéneos gracias a una previa mecanización y planificación (¿os suena el fordismo?).
Te ves, donde quiera que mires, a montones y montones de chicas jóvenes vestidas de la siguiente manera: vestido con leggings, falda con leggings, pantalones pitillo. Solo estas tres opciones. Y botines. TODAS con botines o, si no eran botines, botas de caña alta, de esas que llegan casi hasta la entrepierna y que se ciñen hasta que consiguen cortar la circulación. Y todas de negro, que más que gente que se iba de fiesta parecían las empleadas de una funeraria, con sus gabardinas del Bershka o del Stradivarius, más clónicas imposibles.
Es que de verdad, os lo prometo, desfilaban por delante de mis ojos que parecían gemelas, o trillizas o sextillizas (porque siempre pasaban en grupos de seis en seis o de siete en siete). Todas con los pelos planchados o recogidos en el mismo moño cutre que le ponen a veces a la Pataky para salir de portada en alguna revista frívola de turno; pendientes grandes y pesados que les llegaban hasta los hombros, los ojos mal pintados por manos inexpertas y tanto brillo en los labios que las veías acercarse incluso antes de girar la esquina, porque sus morros se reflejaban en la laca de los coches.
Todas ellas, absolutamente todas, con sus horribles botines idénticos, el mismo perfume azucarado (que atrofiaba los sentidos, en el sentido más literal), el mismo tipo de escote indiscreto y el mismo tanga pugnando por salir de su morada cada vez que hacían un movimiento brusco. Me las quedé mirando a ratos, sin saber bien cómo reaccionar, mientras ellas intentaban dominar sus rodillas al compás de los tacones, para no parecer patos andantes -aunque así fuera-, que parecía que en vez de entrar a un pub estuvieran en la semana de la moda de París, por esos aires de modelo que se daban.
De pronto me sentí como una intrusa en aquel mar de jóvenes medio bebidos, ruidosos y fiesteros que me rodeaba. Yo estaba ahí, con mis zapatillas deportivas, mis gafas y mi chaquetón verde manzana, siendo el blanco de más de una mirada de desdén, solo porque había decidido no ponerme una gota de maquillaje o el abrigo negro. El gorila de uno de los bares me observó con mala uva, pero como yo iba en medio de quince chicas vestidas según la tradición (mis amigas), me dejó pasar sin decirme nada. En ese momento preciso me invadió un regusto de ultraje.
Me entraron ganas de decirle al señor segurata: oiga, Mr. King Kong, yo TENGO botines de tacón, pantalones ajustados, ropa de tejidos brillantes para usar por la noche y sombra de ojos. Lo que pasa es que hoy no me ha dado la santa gana de ponérmelos porque no pensaba salir a emborracharme como una loca, solo dar una vuelta y pasarlo bien con mis amigas, y sé hacerlo sin alcohol o sin el uniforme que todas las Dollys estas llevan puestos. No soy una pija de pueblo.
Algunos puede que os preguntéis: ¿y qué es una pija de pueblo? Pues veréis, es un concepto en el que llevo trabajando algunos años ya. Para mí, una pija de pueblo es una muchacha normal, ordinaria y, si me lo permitís, con un toquecillo vulgar, que se cree muy moderna, muy original y muy trendsetter. Que se cree pija, vamos. Pero, a estas alturas, muchos sabemos que en un pueblo (valenciano, para más inri) no hay tanto glamour como en una gran ciudad. No es que esto sea una regla general que yo dicte, pero quiero que la idea quede más o menos clara.
Quien es pija, es pija, independientemente de que viva en una ciudad o en un pueblo. Aunque, eso sí, es habitual que en las grandes ciudades haya más pijas que en los pequeños pueblos (por pura estadística, más que nada). Sin ir más lejos, mi hermana pequeña es una pija (o medio pija). Y tengo una amiga que también es muy pija. Vamos, que, para mí, ser pija es un término que significa algo parecido a lo que viene siendo el esnobismo, aunque quizá en un nivel un poco inferior. Bueno, que no es necesario que yo aclare a estas alturas lo que es un pijo o una pija.
Lo que yo quería aclarar era el concepto de pija de pueblo, que es aquella muchacha que cree ser pija, pero que no lo es. Y no lo es porque compra en las tiendas de ropa donde compran todas las demás amigas suyas (y demás muchachas del pueblo en general), y que no crea tendencias, sino que hace un dudoso seguimiento de éstas. Vamos, que cree que por llevar leggings y botines está siendo más pija (porque de normal siempre va con deportivas por la calle), pero lo único que consigue es caer en una moda choni, chabacana y estereotipada que caracteriza a todas las demás jovenzuelas, en su mayoría. Esto también se puede aplicar a las grandes ciudades, claro (es decir, que podemos encontrar "pijas de pueblo" en la ciudad), pero ya no sé seguro si deberían llamarse igualmente pijas de pueblo, porque lo de "pijas de pueblo" se ciñe únicamente a los pequeños pueblos como el mío, claro.
¿Qué trato de reivindicar con este discurso? Pues que el hecho de ser una pija de pueblo se está generalizando de manera alarmante en mi localidad, según mis últimas observaciones, y que empieza a crear escuela. Es como una subcultura, o una tribu urbana. Están los raperos, los góticos, los punks, etecé... y las pijas de pueblo, que no tienen un pelo de pija, pero mucho de pueblo. Son clónicas, vulgares, homogéneas. No se diferencian en nada, como pude comprobar anoche. Todas iguales, con sus botines, con sus pitillos, con sus pendientes y su cubata en la mano; seguramente con 300 amigos en el Facebook y con sendas fotografías en las que salen con un cigarillo medio consumido y una pose picantona, últimos vestigios de una fiesta que se pierde entre el rastro de tantas otras.
Y esto no es nuevo, quiero decir, no es novedoso el hecho de que los jóvenes adolescentes se comporten igual, o se vistan igual; pero quizá sí que lo es para mí por el hecho de darme cuenta en mi propia piel, y por sentir cierta impotencia ante ello; de pensar: jo, es que yo también tengo los botines en mi casa, aunque ayer llevara zapatillas, y a veces también me gusta maquillarme y sentirme coqueta; y pensar que soy diferente a los demás, cuando en realidad no lo estoy siendo.
Pero es verdad que los tiempos están cambiando. Cuando yo tenía trece años aún merendaba bocadillos de nocilla, y ni siquiera tenía teléfono móvil; ahora no conozco a casi ninguna "pija de pueblo" que con 13 años no tenga una cuenta en Tuenti o se ponga botines de punta y taconcillo para ir al instituto. Las pijas de pueblo se llaman Ana, María o Lore (no estoy hablando de Jessys y Jennis), que escuchan a Shakira o David Guetta, que miran cada día la serie de Antena 3, que se preocupan por su rímel de ojos y que, cuando salen juntas por ahí, se ven entre ellas diferentes, aunque quien mire desde fuera las vea a todas iguales. Porque claro, los botines tienen matices: igual son grises, que marrones, que negros. Pero seamos realistas. ¿En qué cabeza cabe eso?
Lo que está claro es que somos una masa, y que la masa nos absorbe, nos abduce, nos succiona y no nos damos cuenta porque, una vez que estás dentro, es muy difícil escapar. ¿Somos todos unos Dollys? ¿Soy yo también una pija de pueblo, aunque trate encarecidamente de luchar contra ello? ¿Cómo darte cuenta de cuándo te has conseguido diferenciar de los demás por tu propio pie, y no por agentes o influencias externas? Eso es extremadamente difícil.
A todo esto, yo no soy, ni mucho menos, una fashion victim o una crítica de la moda. Quien quiera llevar botines, adelante, que no estoy menospreciando a estas chicas por su manera de vestir (porque igual este año son los botines y el que viene son los cinturones de leopardo); lo que yo critico es esa actitud, esa ciega actitud de ir todas al Zara de rebajas y creerse que son más originales que las demás. ¿Sabéis el tiempo que hace que no voy al Zara de compras? Odio el Zara (aunque tenga ropa muy mona). No odio la ropa de Zara en sí; odio lo que representa: la homogeneización. Me esfuerzo por encontrar mi camino, aunque me lleve un tiempo y me cueste trabajo. Sé que, tarde o temprano, si me empecino mucho, lo conseguiré; me apartaré un poquillo de la masa, aunque no consiga salir nunca del todo, pero trataré, al menos, situarme en los bordes exteriores y nunca en su corazón (que es el punto donde están las pobres pijas de pueblo; las pobres Dollys que se dejan arrastrar por la amorfa masa, por los dictados de la industria cultural y por corrientes de aire demasiado poderosas para ellas, contra las que aún no están capacitadas para luchar).
Y no extrapolo el concepto de masificación a un plano más amplio (las sociedades occidentales en sí), porque aquí me pueden dar las uvas hoy; me quedo solo en la rama de los jóvenes y, en concreto, en la de los pijos de pueblo, pero este es un tema peliagudo que se cierne sobre nosotros cual sombra silenciosa y a la que prestamos demasiada poca atención; principalmente porque no nos damos cuenta de que nos encontramos sumergidos en el sistema.
El hecho de haber estudiado algunas pinceladas básicas sobre estos temas me ha abierto un poco los ojos, pero ni mucho menos soy una experta en ello. Aunque me ha permitido descargar mi frustración de ciudadana anónima e insignificante sobre algo que, a mis ojos, es una muestra más de lo Dollys que podemos llegar a ser. Pobres pijas de pueblo, pobrecitas mías, que ni siquiera han acabado de crecer.
Por cierto, cuando iba al instituto me encantó conocer el pensamiento de Nietzsche.
Ya paro de dar la tabarra por hoy; en realidad no sabía que me iba a salir una entrada tan larga cuando me he puesto a escribir (y, por ende, he desvariado un poco más; al principio iba a satirizar solo las Dollys y lo absurda que fue la noche de ayer; pero al final me ha salido la vena crítica, era inevitable).
Seguro que, llegados a este punto, los pocos valientes que hayáis resistido leyendo hasta aquí, desearéis que anoche me hubiera emborrachado y basta, para estar hoy de resaca y no tener ganas de despotricar contra el mundo. Y perdón si alguna pija de pueblo lee mi entrada y se siente aludida u ofendida: mi intención no era poneros a parir gratuitamente, sino intentar descorrer un poco las cortinas que impiden el paso de la luz a vuestros ojos. Quizá en unos años podáis entender mejor de lo que he hablado ahora (bastante desordenadamente, por cierto. Reitero mi perdón).
Grandes dosis de besazzos,
*Luli*