Queridos lulilectores...
Bien. Después de
emotivos discursos recientemente formulados, me propongo a pasar al grueso del asunto. Soy Luli Manuli, tengo 22 años y ahora mismo estoy en la biblioteca municipal. Levanto la mirada y veo aparecer a una rubia oxigenada con la cara rebozada en cola-cao y un minivestido de volantes rojos (indumentaria veraniega donde las haya, sin duda). Esa muchacha estudia periodismo. Bueno, lo de estudiar es un eufemismo. Y lo de periodismo, creo que también.
Para ser la última semana de junio, hay mucha más gente de la que me pensaba. Pero dejad que pasen unas cuantas semanas y el calor pegue fuerte -fuerte de verdad, nada de milongas de 32ºC como hasta ahora-, y aquí ya no quedará ni cristo. Mi mirada, gentilmente liberada por mi cerebro del yugo de la tonta del vestido rojo, se sitúa un poco más allá. En el chico de la mirada profunda.
Hace mucho tiempo que no le veo. Por lo menos un mes y, para alguien que viene de forma regular a la biblioteca para trabajar un poco -o para bloguear-, un mes es bastante tiempo, sobre todo si se tiene en cuenta que antes de eso coincidíamos cada día. Quizá dejara de venir cuando esto se llenó de gente que se preparaba para los exámenes de selectividad: era época fuerte de exámenes y la biblio estaba saturada.
No sé cómo se llama, ni siquiera me sonaba de vista antes de verle en la biblioteca por primera vez. Al principio creí que estaba estudiando una carrera dura (ingeniería, medicina, derecho... en fin), porque el muchacho se pasaba diariamente sus 8 horas rigurosas en estos lares. Después mi amiga Sujeto R me comentó que él y unos cuantos más se están sacando lo de policía, que se ve que es bastante difícil. No lo negaré: al escuchar esto se me cayó el mito de forma considerable.
Es un chico normal, algo más alto que yo y mayor, de piel y cabello oscuros, con el gesto taciturno y una mirada penetrante. Un cuello y unos brazos poderosos, viriles. Tiene cierto aire moruno. No me parece guapo, estrictamente hablando, y tampoco me gusta en el sentido romántico, pero algo en él me atraía -me atrae, recordemos que lo tengo sentado unas mesas más adelante- de una manera considerable. Es como un imán para mis ojos: siempre que levanto la cabeza de mi trabajo le observo con detenimiento.
Él me ignora, nos ignora a todos. Está concentrado en sus tareas y no se levanta más que un par de veces para fumar un cigarrillo -los lía antes de salir- y tomarse un respiro. Después, sigue con lo suyo. Lo que me rompió la magia (por llamarlo de alguna forma) fue el saber que no estudiaba en la universidad. No me entendáis mal: no tengo nada en contra de la gente que no estudia en la universidad, pero valoro mucho a la gente que sí lo hace. Es el poder del intelectualismo; para mí tiene una gran influencia, porque me inspira mucho respeto el saber que alguien está ocupado con fórmulas imposibles, con células extrañas o con autores imposibles. Me gustan los intelectuales. Y aún vinculo -supongo que soy una idealista- la universidad al saber y al conocimiento.
Aun así, dejando de lado este pequeño detalle, la verdad es que sigo contemplándolo pensativa cuando se me presenta la ocasión. No sabría decir por qué. Quizá no sea un intelectual -quizá sí, quién sabe, el hecho de que no estudie en la universidad tampoco significa que uno no pueda ser un intelectual-, pero sin duda es un chico constante y trabajador. Todo en él me parece seductor: gestos masculinos como rascarse la barbilla pensativo, desperezarse brevemente, sonreír con picardía. Su silencio, su aparente despreocupación por lo que le rodea. La manera en que se coloca el lápiz detrás de la oreja. Todo le da un aire muy interesante.
Y, sinceramente, creo que es mucho mejor poder posar la vista sobre un chico callado y tranquilo que sobre una rubia imbécila que no calla ni debajo del agua y que solo se dedica a pasearse con tacones y a enseñar cacho cada vez que le da por asomar la cabeza por aquí. Cada uno se entretiene como quiere.
Besazzos,
*Luli*